Crónicas Castizas
Cosas de bachilleres en el Instituto Cervantes
Corría el rumor de que habían dado una subvención para una piscina y el director se compró por aquel entonces un coche deportivo, lo que levantó muchas maledicencias y ardió como la yesca tiempo después, cuando le dio por expulsar alumnos más audaces de lo debido
En la glorieta de Embajadores, en lo que antaño fue la Facultad de Veterinaria, de ahí las rampas que había por doquier en lugar de escaleras, que ascendíamos para que nos desasnaran, se instaló el Instituto Cervantes, donde el hermano de Manuel Machado dio clases y Forges las recibió mucho después. Entre la fauna asistente había de todo tipo y pelaje.
Uno de ellos, en cuarto de bachiller, con 14 o 15 años, vestía permanentemente de traje impoluto y gafas de aviador de marca. Le llamábamos el australiano, siempre tenía dinero en el bolsillo, lo que era más peculiar aún. Aunque tan exótico nombre respondía simplemente a que vivía en el edificio Australia. Este personaje, cuando le dieron la nota de latín, que no era muy halagüeña, abrió la ventana del aula y se asomó a ella amenazando a voces con tirarse. Si el profesor Deorte, ya anciano, al menos nos lo parecía, al borde de la jubilación, no le cambiaba la nota porque no podía aparecer en su casa con un suspenso. El profesor, muy agitado, era crédulo y buena persona, al final le cambió la nota y nos privó de ver saltar al australiano.
También teníamos uno y solo uno, emigrante extranjero, un refugiado, que se llamaba también Gustavo y era cubano y melenudo. Un día que se enfadó, tiró el pupitre por la ventana, estaba cachas por la costumbre local de su país de cortar caña de azúcar. Ya lo decía el cantar: «En la Cuba de Fidel todo el mundo corta caña y el curita que no corta que se vaya para España», y él siguió el consejo al pie de la letra y de su boca salían sapos y culebras si algún izquierdoso mencionaba al comandante.
Pasábamos nuestros tiempos entre clases jugando en las canchas de deportes, pocas y raquíticas. Corría el rumor de que habían dado una subvención para una piscina y el director se compró por aquel entonces un coche deportivo lo que levantó muchas maledicencias y ardió como la yesca tiempo después, cuando le dio por expulsar alumnos más audaces de lo debido. También nos divertíamos jugando al frontón contra la hermosa pared de ladrillo del edificio. El frontón, con esa pelota de cuero apretada que, tras doler un poco, eliminaba la sensibilidad de nuestras manos hinchándolas primero y endureciéndolas después.
En el Instituto se filmaron varias películas. Alguna de aquellas de destape, que hacían que los estudiantes corrieron hacia las ventanas para mirar a las actrices sin camiseta y con el trasero al aire. Las protagonizaba Alfredo Landa –¿quién si no?–, y una de ellas se titulaba Solo ante el 'Streaking'. Y allí estábamos arremolinados, mirando por los tragaluces a pesar de las voces perentorias que ignorábamos de los docentes exigiendo orden.
Reconocimiento médico
En una ocasión, aunque Felipe González todavía no había creado la Seguridad Social, como dicen y creen errados hoy los memos, memas y memes, fuimos convocados para someternos a una revisión médica formando largas colas delante de una puerta cerrada. Cuando salíamos de allí, donde sencillamente nos miraban si teníamos hernias, nos sujetábamos fuertemente el estómago con las dos manos.
Les explicábamos a los aterrorizados compañeros que iban a entrar que te clavaban una aguja larga y gorda en el estómago para extraerte los líquidos digestivos y analizarlos. Y que era muy doloroso. Y no es que fuéramos malas personas, al menos no todos ni la mayor parte del tiempo, es que éramos adolescentes y nos salían las ganas de vivir y las hormonas por las orejas. A ese particular una de las verjas de buen hierro del Instituto nos separaba de la Escuela de Magisterio, donde las jóvenes mayores que nosotros tonteaban con los estudiantes varones, que éramos todos, pues entonces el instituto no era mixto y la presencia femenina era docente o auxiliar.
Como eran tiempos efervescentes y nosotros estábamos en ellos, dentro del Instituto se multiplicaban los grupos políticos: la Plataforma Democrática, la Junta Democrática, que luego se unieron y fueron conocidos como la Plata Junta; los maoístas de la Joven Guardia Roja, del Partido del Trabajo de España, capitaneados por la bella Pina López Gay, que acabó primero en el PSOE y luego en el cementerio. De troskystas de la Liga Comunista Revolucionaria andábamos algo escasos y de la Legión de María, sobrados, dado que uno de sus carismáticos líderes aparecía allí todo el año en mangas de camisa, aunque cayeran chuzos de punta y los osos polares se comieran a los pingüinos. También la fauna de los profesores, catedráticos de instituto en su mayoría, era peculiar. La profesora de Química era conocida como la fosforosa y la de Historia, inspiradora profesional, Trinidad Ortuzar, a la que presionábamos para que nos dijera si era monárquica o republicana y acabó contestándonos que «republicana pero de Platón».
En clase de religión teníamos dos curas, uno era un encanto y otro quizás lo fuese, pero no lo pudimos comprobar sin testigos ni pruebas. La titular de Matemáticas, a las somnolientas tres de la tarde, despertaba más nuestro interés por su falda volandera y exigua que por su parlamento.
Como eran tiempos revueltos en una ocasión los grises de la Policía Armada llegaron a la cafetería, donde se encontraron con un estudiante en la barra al que exigieron perentorios: ¡disuélvase! Creo que entonces el chaval recordó a la fosforosa con morriña y la fórmula del ácido sulfúrico para poder disolverse él solo como le exigían.
Yo salté la valla que nos separaba de Magisterio y me quedé enganchado de una de esas barras con gran alegría y divertimento de un policía y su porra, hasta que pude desgarrar mi trenca liberándome y tomar las de Villa Diego.
He vuelto al Instituto y he visto los fantasmas de un pasado añorado y explicado en los versos de Rubén Darío. Los espectros se difuminan al cruzarse con chicos y chicas en un instituto que proclama en su frontispicio la enseñanza del idioma hegemónico del imperio que es.