Crónicas Castizas
El horror, el error
Juan grita y hace aspavientos hasta que un doctor de bata blanca sale y le explica la situación, el facultativo coge la carta y desaparece en un despacho. Pasan siglos en las mentes de la pareja hasta que el doctor vuelve y les indica que pasen a un despacho
Canturrea mientras recoge distraída una pelusa del suelo. Recuerda al bebé, que duerme plácido, se lava apresurada las manos. En el correo que ha dejado en la mesita de la entrada al lado de la cesta de la compra hay el habitual muestrario de siempre, de facturas y publicidad de hipermercados alemanes y valencianos. Pero uno de los sobres llama especialmente su atención. Tiene el remite del hospital de referencia donde estuvo haciéndose pruebas.
Aparta los demás sobres de un manotazo y abre con dedos nerviosos el hospitalario. Es el resultado de esas pruebas que se hizo hace tiempo para explicar su fatiga, la pérdida de peso, los sudores nocturnos. La palabra -más bien el veredicto- escrita en el informe no le suena, pero intuye que es uno de los apellidos habituales de la maldición de nuestro tiempo: neoplasia maligna. Tras ese nombre casi aséptico, se oculta uno de los verdugos modernos. Merche siente que las piernas le flaquean y tiene que buscar apoyo en la pared. Rozándola con la espalda, se desliza hasta el suelo. Y sin querer, comienza a llorar en silencio. No lo puede evitar. En ese momento, mil pensamientos desordenados se agolpan en su mente. ¿Cuánto tiempo le quedará, cómo se lo dirá a su marido? A sus hijos. ¿Cómo reaccionarán? Más aún: ¿Quién cuidará ahora de sus ancianos padres en el pueblo?, que apenas se apañan sin sus frecuentes visitas. ¿Soportará el tratamiento si lo hay? La quimio, la radio, acaso la cirugía...
Mira a su nieta que su hijo deja unas horas en casa de sus padres mientras él trabaja, cuando le toca la custodia. No la verá crecer, ni la llevará al colegio. Ni la vestirá para su Primera Comunión. Ahora el llanto se hace incontenible, acompañado de hipidos que alarman al bebé y le hacen llorar también por imitación. Este es el panorama que se encuentra Juan cuando llega a su casa del juzgado, de trabajar como letrado, cosa que cada vez le gusta menos. Estupefacto, interroga a su mujer, que apenas puede explicarse, hasta que toma la carta del centro sanitario y se la tiende.
El marido la lee apresurado mientras su rostro se ensombrece. Abraza a su mujer, lo peor que podría hacer porque ella entiende como compasión lo que es cariño marital. Los llantos se renuevan, arrecian. Juan se pone más serio aún y la ordena perentorio: «Vístete, vamos ahora mismo al hospital y que nos expliquen esto», dice agitando la carta. «No tenemos hora ni cita», replica ella. «Eso ya lo veremos», casi grita él. Ella coge en brazos al bebé mientras su marido toma las llaves del coche de la mesita de la entrada. Bajan apresurados las escaleras hasta el garaje del edificio y ella acomoda al bebé en su sillita.
En pocos minutos llegan al hospital donde Juan aparca sin tener en cuenta las prohibiciones. En recepción se equivocan y piensan al verles a los tres que es una urgencia pediátrica. Cuando él se explica les responden que tendrán que pedir cita. Juan grita y hace aspavientos, golpea el mostrador hasta que un doctor de bata blanca sale y le explican la situación, coge la carta y desaparece en un despacho. Pasan siglos en las mentes de la pareja hasta que el doctor vuelve y les indica que pasen a un despacho donde hay otro médico muy serio que les pide que se sienten: «Por favor, tranquilícense». Ante las protestas de Juan le pide: «Permítame explicarme: lo primero de todo y por abreviar, para su tranquilidad, usted no tiene cáncer, señora». Ella se desmadeja en el asiento al escuchar estas palabras. «¿Entonces?».
«Por un error imperdonable de administración le hemos enviado a usted unos resultados que no le corresponden en absoluto. Usted no tiene neoplasia maligna, y si la tuviera, que no es el caso, no sería necesariamente cáncer, pero la gente se alarma y más cuando busca en Google. En cualquier caso es un error que lamentamos y por el que le pedimos disculpas». Juan le corta: «Es una equivocación imperdonable y estoy tentado de demandarles ante los tribunales, me cuesta poco, paso todo el día allí».
«Menudo rato nos han hecho pasar, ¡imbéciles!». Los gritos y protestas ser van apagando con la buena nueva. Más calmados, y como la noticia al final ha sido buena, renunciarán al juicio, pero el abogado no puede evitar pensar en la persona a la que sí iba dirigida correctamente esa carta y en que seguirá su vida ignorando esa pesada carga. Así se lo indica a los galenos, «yo no les llevo a juicio, pero ustedes se comprometen a encontrar a ese enfermo e informarle de su situación». «Por supuesto», responden a coro los galenos aliviados.
«Ni por mi puesto ni por el de nadie», dice Juan. «Quiero que lo hagan ya. Cuando ustedes, los médicos, se equivocan cortan extremidades que no son la afectada o extirpan ovarios cuando era simplemente un quiste en el culo». «Bueno sí, Juan, ¿Puedo llamarle Juan?». El médico se defiende: «Cuando un abogado se equivoca, hay delincuentes que salen de la cárcel o no entran en ella como deberían, hay desahucios». «Sí, muy interesante», reconoce Juan, «pero ahí fuera hay una persona que quizás requiere su discutible atención para seguir viva y la mía pro bono para demandarles».