Crónicas Castizas
Leyendas manchegas
Una tarde de verano, no había torero de ocasión que hiciese la faena con el toro que habían soltado en la plaza. El público pasó de la rechifla a la indignación exigiendo que alguien se enfrentara al animal cornudo cuando los portadores de los trajes de luces corrían asustados hacia los burladeros
El abuelo, ni bastón, ni canas ni gafas de leer ni encorvado ni esmirriado, sólido como una roca, con más vida que un cetáceo lejos de Japón, tenía una funeraria en tierras de Cuenca. Era una forma de sacar más beneficios marginales a su oficio de carpintero, para salir de la destrucción de la guerra. Con el avance de los tiempos se juntaba en comandita no frecuente con los de la tarea macabra y pergeñaron una frase que resumía muy bien los tiempos y su situación: «la penicilina será nuestra ruina», pues con la llegada de ese invento loable, los fallecimientos se redujeron bastante en aquel entonces, en España y dicen que más allá, aunque no se evaporaron del todo porque la muerte con mayor o menor cosecha que recoger siempre está disponible. Recordaba la historia de una familia desheredada de la fortuna cuyas propiedades se limitaban que sólo a un cerdo sospechosamente hinchado, lo mataron acuciados por el hambre pero tenía triquinosis, aún así lo comieron y murieron todos, los enterraron gratis, pues no tenían nada excepto triquinosis.
El abuelo era de hechos, pero también de palabras. Repetía con cuajo su refrán donde compendiaba sabiduría y experiencia: «encargar y no pagar, relucir y no cortar» en sibilina referencia a los clientes que se demoraban en el pago, no pocos ni infrecuentes, por ejemplo, en el arreglo de la rueda de un carro (a ver si entiendes eso, zeta) la untaban con grasa o aceite, un unte brillante que la hacía girar con facilidad y ser vistosa, pero el cubo y los radios los dejaban como estaban hasta que veían el color de las pesetas del parroquiano: sostente mientras cobro.
El gremio fúnebre, a pesar de la frasecita de marras sobre la penicilina , no estaba exento de sentido del humor, negro. El caso es que convencieron a uno del pueblo para meterse en un ataúd y le llevaron por todo el pueblo llorándole entre duelos y quebrantos, sin advertir siquiera a su familia de la chacota, con el consiguiente disgusto de los burlados.
Mientras los amigos y deudos preparaban unas gachas en el velatorio del cuerpo, el abuelo con voz profunda y tenebrosa gritó por la chimenea de la casa: «Unos gozando y otros penando», el muerto saltó de la caja sin aguantar la risa y el resto de los presentes que no estaban avisados, corrieron como alma que lleva el diablo. Aquello costó muchas caras largas durante mucho tiempo en el lugar y no contribuyeron a conciliar la vida familiar del presunto finado.
Una tarde de verano en las fiestas de la provincia, ese invento de división de Javier de Burgos, no había torero de ocasión que hiciese la faena con el toro que habían soltado en la plaza de segunda categoría de la capital castellana, el público pasó de la rechifla a la indignación exigiendo que alguien se enfrentara al animal cornudo cuando los portadores de los trajes de luces corrían como gamos asustados hacia los burladeros. En ese momento el abuelo saltó a la plaza, con su tremenda maza al hombro, levantó sus brazos fornidos de carpintero afanoso y descargó un golpe tremendo y seco en la testuz del morlaco en ciernes. Este se quedó en el sitio sin decir ni mu.
La historia corrió como la pólvora. Llegó incluso a los papeles de los diarios locales de la provincia haciéndose leyenda y en algunas de las corridas siguientes, cuando el toro reinaba en el coso sin rival humano alguno que se le arrimara, porque había más toro que torero, el público ya exigía a voces que viniera «Calero con la maza» frase comprensible para los entendidos y misteriosa para los que acudían ignaros .