A ritmo de tapa
Bocados salados y picantes para estimular la bebida, un viejo truco que sigue funcionando de maravilla
Mayo es época de ferias. Andalucía anda envuelta en trajes de gitana y faralaes, copas de fino y rebujito, tardes de holganza entre bailes y alegría. El mundo vuelve a rodar si hay feria, porque no solamente son los andaluces, España entera se anima con la primavera más que bien asentada y, sobre todo, con el tapeo que se ha extendido al mundo entero y que nos representa, como una forma de vida, y no solamente de comer. De la calle Laurel de Logroño a los chiringuitos de Málaga o al barrio de la Judería de Córdoba, vamos a tomar tapas buenas en cualquier ciudad española.
Aunque comer pequeñas porciones de cosas buenas no es nada nuevo. Más bien es algo tan antiguo que ya practicaban los romanos, que empezaban incluso el almuerzo formal sirviendo en la mesa ricos platos de aceitunas y huevos duros partidos por la mitad y rellenos de gambas. Y aunque sin duda, la tapa entendida al estilo moderno es muy posterior, ya había «avisillos y llamativos» en época de Quevedo y de Cervantes, y la literatura española está plagada de tabernas en las que se servía vino y algunos bocados, eso sí, nunca guisados, pero sí fritos. Casi siempre observamos a los pícaros y astutos taberneros hacer de las suyas, por ejemplo, poner «incitativos», es decir, bocados salados y picantes para estimular la bebida. Un viejo truco que sigue funcionando de maravilla.
Desde luego, no se olvidan fácilmente aquellas tapas de Rinconete y Cortadillo, descritas al dedillo por Cervantes, porque a uno se le hace la boca agua cuando mira al trasluz del tiempo a los protagonistas, que llevaban en una cesta un haz de rábanos, una cazuela de tajadas de bacalao frito, medio queso de Flandes, una olla de aceitunas, un plato de camarones, cangrejos, alcaparrones y buen pan blanco. Así que esas raíces de las tapas se anclan en un pasado en el que la afición ya prometía, a pesar de la sencillez de la compañía.
En realidad, a pesar de un pasado repleto de sustanciosos fundamentos, la tapa entendida al estilo moderno arranca a principios del s. XX, y termina haciéndose popular hasta internacionalizarse en el XXI. Y aunque todos sabemos lo que es, definirla es quizás más complicado, quizás lo mejor sea una sencilla descripción: una pequeña cantidad de comida, elaborada o no, que se toma antes del almuerzo o la cena, preferiblemente en compañía. Y que de ser acompañamiento del chato o copa de vino ha devenido en asunto principal, y a veces incluso se elige primero la tapa y después el vino.
Las primeras noticias que tenemos de la tapa entendida como tal aparecen como cosa cotidiana a partir de 1903, así que a principios del s. XX ya tenemos el hábito de las tapas arraigado como algo natural, en Andalucía. Un bocado, un piscolabis, en realidad, lo que se conocía como «un tonteo»: comer sin prisa pequeños bocados que no terminaban de quitar el apetito, pero que finalmente se podían convertir en un banquete si uno no paraba a tiempo. Véanse si no, esos mediodías de tapas, cuando uno empieza a pasear por tabernas y bares y aún a las cinco de la tarde sigue tapeando.
En ese año, 1903, Nicolás Rivero Muñiz describe un almuerzo que tomó en Sevilla, en la venta Eritaña, donde cató «unos chatos con tapaera capaces de resucitar a un muerto». La bebida era manzanilla, y la tapaera consistió en unas finísimas lonchas de salchichón de Vich y de jamón de la Sierra de Sevilla. Pero no imaginen que la venta Eritaña era una de esas tabernas imposibles, sino un sitio elegante y de moda, con jardines y pabellones artísticos. Ya tenemos las tapas instaladas entre gentes distinguidas, en marcos amables y en compañía, en lugares donde relacionarse, divertirse y usar ese tapeo como eje de la socialización y el disfrute.
Anteriormente, no todo el mundo iba a las tabernas, que más allá del tipismo eran sitios vulgares, donde tampoco entraban las señoras. Pero eran tan ricos aquellos tentempiés que incluso se hacían llevar a las casas particulares o a los entonces muy flamantes casinos, que eran los más modernos lugares de encuentro de la burguesía y los intelectuales, para disfrute de sus miembros, que se relamían con la muy probable extensa lista de tapas.
La Real Academia de la Lengua recoge el término en su edición de 1936 al 39, y no antes, lo que significa que tapear ya era una costumbre bien asentada y cotidiana, seguro que muy popular. Ya no era una advenediza, sino una costumbre de disfrutones, bien radicada e incluso antigua. Por no hablar de los maravillosos pinchos del norte o del chiquiteo, que a pesar de la diferente denominación es muy posible que se enmarquen en una historia similar.
Y en esa trayectoria constante que es la historia, recuerdo los versos de Quevedo que citan un sencillo tapeo: «Gobernando están el mundo, cogidos con queso añejo…» Parece que no hay nada más fácil que gobernar el mundo a ritmo de tapa, pero por favor, que sean buenas, porque parece que muchos gobernantes en el mundo no andan excesivamente inspirados. Como los borrachos de Quevedo, perdidos en un farragoso mar de intereses «mojadas tienen las voces, los labios tienen de hierro».