El corsé que salvó de la muerte a Isabel II
La Reina se disponía a salir para la ceremonia de su hija, la princesa Isabel, a la Virgen, cuando un cura perturbado le asestó una puñalada
Era el 2 de febrero de 1852. Isabel II se disponía a salir desde el Palacio Real a la Basílica de Atocha para la ceremonia de presentación de su hija, la princesa Isabel, a la Virgen, cuando un cura perturbado le asestó una puñalada que a punto estuvo de terminar con su vida. ¿Qué había pasado? ¿Cómo consiguió la soberana sobreponerse al atentado?
Es costumbre, desde muchos siglos atrás, que la familia real presente ante la Virgen de Atocha, a sus nuevos miembros. El 20 de diciembre de 1851, Isabel II había tenido su primera hija, Isabel, conocida popularmente como la «Chata». Después de varios embarazos malogrados, el nacimiento de la Princesa de Asturias llenó de alegría a los madrileños y a la Corte. Aunque eran muchos los rumores que apuntaban a una posible paternidad en José Ruiz de Arana, senador y amigo especial de la Reina, lo cierto es que el propio don Francisco, Rey consorte, la había reconocido como propia. Eran días de monopolio moderado en el Gobierno en el que el gabinete de Bravo Murillo, había dado paso a otro mandato de Narváez, el espadón de Loja. Las críticas a su autoritarismo, así como a las corruptelas de la Reina madre, María Cristina, empezaban a enturbiar el clima político.
Isabel II tenía veintiún años y estaba radiante. Acompañada por sus damas, se había vestido con lencería de algodón y un corsé a medida que realizaban para ella en el establecimiento a «Las dos palabras». Era una fábrica de fajas que estaba en la calle Hortaleza, una de las más comerciales de Madrid y que había resultado premiada por incluir un sistema especial de reducción del volumen del vientre. En su escaparate, lucía con orgullo un cartel en el que se leía «Proveedor oficial de S.M.» junto a una corona real. La Reina se había puesto un vestido en organdí dorado con un manto en terciopelo carmesí bordado con castillos, leones y flores de lis, símbolo de los Borbones. Como joyas, un aderezo de brillantes con topacios de Brasil.
En determinadas jornadas solemnes para la familia real era costumbre abrir parte de las galerías de Palacio al público acreditado, «con papeleta» como rezaba la prensa. Los Alabarderos se encargaban de velar por la vigilancia y seguridad de la Reina y su comitiva. Por ello, no era extraño que fuese gente corriente, la que, en esa mañana del 2 de febrero, se encontrase próxima al lugar en el que Isabel II acababa de abandonar la real capilla para dirigirse a su carruaje e ir a Atocha. Tampoco llamó la atención la presencia entre los congregados de un cura vestido con sotana, de alta estatura. Pero sorpresivamente, este clérigo, se abalanzó sobre Isabel II para asestarle una puñalada cerca del vientre. Lo hizo con un estilete de 20 centímetros que había comprado en el Rastro y que, afortunadamente, no había envenenado. La Reina, cayó al suelo, aunque, siempre escandalosa, gritó pidiendo auxilio para su pequeña, que estaba a salvo en brazos de la marquesa de Povar, su camarera mayor. «La niña. ¡Que cuiden a Isabel!».
Por suerte, el puñal había topado con una de las ballenas, que componían su corsé. Era de acero ya que desde hacía un par de décadas se habían dejado de emplear los «pelos de barba de ballena» para su confección. Esto y el oro bordado del manto, pararon el golpe. Cuando el facultativo de la Corte, analizó a la Reina, apenas se encontró unos rasguños en su piel. ¡Dios velaba por la excelsa Isabel!
El demente agresor se llamaba Martín Merino. Era un cura de simpatías liberales que había sufrido persecución en tiempos de Fernando VII y se mostraba muy contrario a las políticas moderadas. Se rumoreaba que estaba vinculado a determinadas sociedades secretas. «¡Toma!, ¡Ya tienes bastante!», dicen que gritó el regicida. Fue retenido inmediatamente por un alabardero y trasladado a la cárcel del Saladero. Tras el juicio, el cura Merino fue condenado a garrote vil y ejecutado cinco días después de manera pública, en el llamado Campo de Guardias, a las afueras de Madrid.
Como agradecimiento por haber salido ilesa del atentado, Isabel II dio orden al diamantista real, Narciso Práxedes Soria, de transformar las joyas que lucía ese día en dos coronas, una para el niño y otra para la Virgen, rostrillo y resplandor, como exvoto para la Nuestra Señora de la Virgen de Atocha. Todas estas piezas se guardan en el Palacio Real de Madrid.
El corsé que salvó la vida a Isabel II, fue donado por Amadeo I de Saboya al Museo Arqueológico Nacional en 1871. Debidamente identificado con el número 4917, se conserva en este museo (MAN) aunque no está expuesto al público.