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Los Tercios españoles dirigiéndose a la batalla

La batalla de Bicoca: cuando los arcabuces españoles vencieron a las picas suizas

La batalla de Bicoca tuvo lugar en el año 1522 y supuesto una victoria aplastante por parte de los tercios españoles frente a las tropas francesas

Durante la primera mitad del siglo XVI, las monarquías de España y de Francia se enfrentaron por el control político–militar de la península italiana.

En conflicto perpetuo

El origen de la pugna se remontaba a 1494, cuando Carlos VIII de Francia decidió invadir Nápoles con la excusa de lanzar una cruzada contra los turcos desde allí. Sin embargo, el reino del sur de Italia estaba gobernado por los descendientes bastardos de Alfonso V de Aragón, ante ello, Fernando el Católico resolvió intervenir en favor de sus familiares una vez que Isabel puso todos los recursos económicos y militares de Castilla al servicio de los intereses aragoneses.

Así desembarcaron las tropas del Gran Capitán, que se cubrieron de gloria en 1503 con las victorias de Ceriñola y Garellano en las que barrieron al ejército francés, e inauguraron la hegemonía de la Monarquía Hispánica no sólo en Europa, sino en todo el orbe.

A pesar de las derrotas sufridas, los reyes franceses mantuvieron la intención de controlar Italia, aunque su estrategia mutó, ya que, como primer objetivo de su expansión, eligieron el Ducado de Milán, un feudo del Sacro Imperio Germánico gobernado por la familia Sforza.

Sin embargo, una vez que Carlos de Habsburgo fue nombrado rey de España y, posteriormente, emperador de Alemania, el enfrentamiento se encarnizó, ya que él no iba a renunciar ni a su herencia aragonesa ni a la alemana. Esto supuso el inicio de la sexta guerra de Italia, que se extendió de 1522 a 1526, y cuyo primer hecho bélico de importancia fue la batalla de Bicocca, acaecida el 27 de abril de 1522 en las cercanías de la ciudad de Milán.

Los hispanos–imperiales les recibieron con una tormenta de plomo que diezmaron sus filas en apenas unos minutos

El bando francés estaba al mando de Odet de Foix, vizconde de Lautrec, quien contaba como tropa de choque con los mercenarios suizos, considerados la mejor infantería de la época, y con la caballería pesada francesa –la gendarmería–, flor y nata de la nobleza gala. Ante ellos se encontraba el ejército hispano–imperial, al mando del curtido condotiero Próspero Colonna, cuya estrategia estaba imbuida de los textos clásicos por lo que era considerado como el Fabio Cunctator del Renacimiento.

Sus maniobras dilatorias y el desgaste al que exponía al enemigo, ya habían logrado que Lautrec abandonase la capital del Ducado para realizar una serie de movimientos que, únicamente, sirvieron para cansar a sus tropas y exacerbar las exigencias de los suizos de recibir su soldada.

Un condotiero triunfante

El italiano, sabedor de todo gracias a sus espías en el campo contrario, decidió mantener un consejo de guerra en el que los oficiales hispano-imperiales –entre ellos Hernando de Alarcón, Fernando de Ávalos (Marqués de Pescara), Alfonso de Ávalos (Marqués del Vasto), Georg von Frundsberg…– aceptaron su plan de enfrentarse al enemigo en batalla campal.

Colonna optó por desplegar su ejército en una posición defensiva y fuertemente protegida, con la intención de que el enemigo se tuviera que lanzar al ataque sin más. El lugar designado fue un parque flanqueado respectivamente por una carretera y una zona pantanosa en Bicocca, una minúscula población cerca de Milán. Las tropas hispano–imperiales tendrían así las alas protegidas, mientras que en el frente se cavó una zanja y se pusieron obstáculos naturales para impedir que el atacante pudiera salvarla. La retaguardia, que quedaba al descubierto, fue custodiada por dos destacamentos de caballería, apoyados por un grupo de arcabuceros españoles.

En la mañana del 27 de abril, Lautrec ordenó a sus tropas que avanzasen contra la posición de Colonna. El ataque fue encabezado por el regimiento suizo del toro, un escuadrón inmenso –según algunas fuentes formado por hasta 15.000 infantes– secundado por el de la vaca y el del becerro.

Toda la infantería helvética al unísono se dispuso para el combate y avanzó como si fuese un solo hombre. Sin embargo, una vez que entraron dentro del alcance de las armas de fuego –escopetas, arcabuces y cañones, todos muy concentrados–, los hispanos–imperiales les recibieron con una tormenta de plomo que diezmaron sus filas en apenas unos minutos.

El combate se convirtió en una vorágine de muerte en la que ni suizos ni germanos estuvieron dispuestos a tomar enemigos

Antes de llegar ante la posición de Colonna, unos dos mil mercenarios habían caído para no levantarse jamás, mientras sus compañeros aún en pie decidieron virar para alejarse de la granizada metálica, aunque eso significara enfrentarse con los lansquenetes alemanes, sus enemigos mortales.

El combate se convirtió en una vorágine de muerte en la que ni suizos ni germanos estuvieron dispuestos a tomar enemigos, mientras los arcabuceros españoles se desmandaron de su formación para golpear el flanco de los mercenarios a sueldo francés como si fueran un martillo.

La gran victoria

El ataque combinado, además de la muerte en combate singular del comandante suizo al mando del regimiento del toro a manos de Frundsberg, socavó la resistencia helvética. El escuadrón se desintegró al tiempo que los supervivientes corrieron a refugiarse en las unidades hermanas. Esfuerzo vano ya que los españoles, como lobos hambrientos, se lanzaron a por ellos haciendo que sus armas vomitaran plomo sin descanso, lo que provocó la huida de los suizos fuera del campo de batalla. Además, durante el encuentro, los dos ataques contra la retaguardia hispano–imperial habían sido rechazados sin apenas dificultad.

Los laureles estaban en manos del condotiero italiano y sus tropas. Se calculó que habían muerto unos cinco mil suizos, además de unos siete mil franceses y venecianos, mientras que las bajas contrarías apenas ascendieron a doscientos soldados.

Colonna, a pesar de los ruegos de los oficiales más jóvenes, no quiso molestar al enemigo en su retirada, ya que la gendarmería gala continuaba siendo peligrosa. Pero, con sus célebres movimientos y fintas, logró en poco tiempo que los suizos volvieran a sus montañas, y que Lautrec abandonase el Ducado. Así se alcanzó una victoria cuyo nombre pasó a denominar en español a aquello que se obtiene apenas sin esfuerzo.