La Chata se casa: ¿cómo era el ajuar de una princesa?
Primogénita de Isabel II, el anuncio de su compromiso matrimonial en la primavera de 1868 –pocos meses antes de La Gloriosa– puso el Palacio Real patas arriba
La Infanta Isabel fue uno de los personajes más queridos de la España de la Restauración. Primogénita de Isabel II, el anuncio de su compromiso matrimonial en la primavera de 1868 –pocos meses antes de La Gloriosa– puso el Palacio Real patas arriba. La niña a la que los españoles habían visto crecer entre verbenas, toros y festejos, se iba a casar con Cayetano de Borbón Dos Sicilias, conde de Girgenti, un príncipe napolitano con no demasiada fortuna y un tanto excéntrico. No era apuesto, pero tenía cierto empaque y había luchado con gallardía en la batalla de Koenigsgraetz. La Chata tenía dieciocho años y debía llevar un ajuar nupcial digno de su condición y rango.
Sus padres fueron los primeros en agasajar a la joven infanta. Nada menos que una fabulosa tiara de perlas, brillantes y platino. Creada especialmente para ella en la joyería francesa Mellerio, que había abierto sus puertas en Madrid capital, muy cerca de la Puerta del Sol. Se la conoce como la de «la Concha» y la ha lucido en alguna ocasión la Reina Letizia. También se encargaron pulseras, collares y alfileres en Samper, en la calle del Carmen, por entonces el joyero más famoso de Madrid y proveedor oficial de la Chata.
Tanto la Reina como su hija fueron siempre muy aficionadas a las joyas. Según podía leerse en el diario dinástico La Regeneración la Infanta Isabel llevaba como dote 22 millones de dinero, 3.300,000 reales en alhajas que le regalaba su madre, ocho millones en un palacio que la Reina mandaría levantar para su hija y un millón 200 reales como regalo del Rey don Francisco.
En aquellos meses previos al enlace, la Reina Isabel, cuya capacidad para el dispendio era ya sobradamente conocida, no escatimó en gastos. Quería que su niña aportase un ajuar que deslumbrase en Europa. Los encargos que madre e hija hicieron en los mejores establecimientos de Madrid fueron exagerados. La joven, autoritaria en su vida familiar, visitó los principales comercios de complementos y marroquinería que lucían orgullosos en la puerta el cartel de «Proveedor de su alteza real la infanta Isabel».
Las compras eran extraordinarias: abanicos, sombrillas, sombreros, guantes, zapatos, botas, lencería, miriñaques y vestidos de todo tipo. La infanta acudía a las tiendas de moda de la Puerta del Sol o la plaza de Santo Domingo, generalmente regentadas por franceses. A veces iban también al «Gran Establecimiento» de la calle Mayor, donde vendían las mejores medias inglesas, chambras y refajos de piqué. Los corsés, tan de moda en su tiempo, eran siempre de «A las dos palabras», la fábrica de fajas de la calle Hortaleza que había resultado premiada por su Majestad por incluir un sistema especial de reducción del volumen del vientre. Como calzado, madre e hija optaron por adquirir botines tobilleros de cuero o charol en color oscuro de la mejor zapatería de la calle Desengaño.
Muchas de las compras para el ajuar doméstico las hicieron en los grandes almacenes que el empresario Eduardo Sachsé tenía en la confluencia de la calle Mayor y Arenal. La Reina y su hija solían desplazarse acompañadas por la marquesa de Novaliches, camarera mayor y eran recibidas con entusiasmo por los comerciantes de la zona. Entonces, la idea de la «seguridad» era muy diferente a la actual.
En los meses de marzo y abril, la actividad en el Palacio Real fue frenética. Modistas y costureras confeccionaban a medida lencería, peinadores, almillas, enaguas y camisas. También llegaban cajas de la Perfumería Francesa con pomadas, aceites, colonias, polvos de arroz y de dientes, por onzas. En Palacio no dejaban de entrar carruajes repletos de pedidos que los mozos colocaban cuidadosamente en las cocheras, el espacio reservado para el equipaje del matrimonio.
El 13 de mayo de 1868, Madrid engalanó sus calles. La boda se celebró tarde, a las diez, en uno de los salones de las habitaciones del Rey consorte, transformado en capilla. El novio lucía uniforme de coronel de Húsares de Pavía y la infanta, vestido blanco con su diadema de brillantes y collar de perlas. Las celebraciones fueron extraordinarias, pero pocos imaginaron que los españoles estaban asistiendo a los estertores de la Monarquía: cuatro meses después del enlace, la Revolución de septiembre de 1868 mandaba a la Familia Real al exilio.
Los Girgenti estaban aún de viaje de novios. Cayetano llegó a España para combatir junto al marqués de Novaliches defendiendo el honor de su suegra, pero todo estaba perdido. La felicidad, tampoco duró mucho en la pareja. Él perdía la vida en un acto voluntario en Lucerna en noviembre de 1871. La Chata no tuvo hijos y nunca volvió a casarse. Gran parte de las alhajas pasaron a su sobrino y ahijado, el Rey Alfonso XIII. Algunas forman parte de las llamadas «joyas de pasar» que lucen las reinas de España.