La muerte de un primer ministro: Pierre Bérégovoy prefirió el suicidio al deshonor
Hace 30 años, el 1 de mayo de 1993, el fiel servidor –aunque no amigo– de François Mitterrand se quitó la vida en un canal de Borgoña: no soportó los ataques sobre un polémico préstamo
«Todas las explicaciones del mundo no justificarán el hecho de que el honor de un hombre y, en última instancia, su vida, haya podido ser entregados a los perros, a costa de un doble incumplimiento por parte de sus acusadores de las leyes fundamentales de nuestra República, las que protegen la dignidad y la libertad de cada uno de nosotros». Estas fueron las palabras que, con la voz entrecortada, pronunció François Mitterrand, presidente de la República francesa, ante el féretro de Pierre Béregovoy y en presencia de la élite política gala, el 4 de mayo de 1993.
Tres días antes, Bérégovoy, de 68 años, que en marzo aún era primer ministro de Francia, se descerrajó un tiro en la boca en un canal a las afueras de Nevers, ciudad de la que era alcalde, con la ayuda del revólver de su guardaespaldas, a quien había pedido –también al chófer– que le dejara solo unos instantes. Tras ser descubierto aún en vida, fue inmediatamente trasladado en helicóptero a París, donde los médicos del hospital militar del Val-de-Grâce –al que acuden los políticos franceses– solo pudieron constatar su fallecimiento.
El gesto de Bérégovoy fue la última etapa de la desesperación de un hombre acorralado por sospechas de corrupción que nunca se verificaron
El gesto de Bérégovoy fue la última etapa de la desesperación de un hombre acorralado por sospechas de corrupción que nunca se verificaron, pero que sí empañaron la reputación de un hombre que reivindicó su honestidad a lo largo de una vida pública de casi medio siglo; primero como obrero, luego como sindicalista y más adelante como político de relevancia.
Quien fuera secretario general del Elíseo, ministro de Asuntos Sociales, ministro de Economía y Finanzas en dos ocasiones y jefe de Gobierno entre 1992 y 1993 cometió el error de pedir en 1986 un préstamo de un millón de francos al 0% a Roger-Patrice Pelat, sulfúrico empresario enriquecido a la sombra de su íntimo amigo Mitterrand, de cara a la adquisición de una vivienda de 100 metros cuadrados el muy elegante decimosexto distrito de París.
Pelat había fallecido de un infarto en marzo de 1989, justo cuando acababa de ser imputado por un delito de información privilegiada en el «caso Péchiney», una de las numerosas corruptelas que asolaron el segundo mandato de Mitterrand. Béregovoy no cometió delito alguno al suscribir el préstamo, que fue debidamente protocolizado ante notario. Sin embargo, al asociar su nombre al de uno de los hombres más desprestigiados de Francia, pese a que ya no fuera de este mundo, se metió en un engranaje infernal.
El «caso del préstamo al 0 %» fue desvelado por el semanario Le Canard Enchaîné en su edición del 3 de febrero de 1993, en vísperas de la campaña para unas elecciones legislativas que se preveían desastrosas –y así lo fueron– para el Partido Socialista. Bérégovoy, como titular de Economía y Finanzas y luego como primer ministro, podía presumir de haber dejado en buena situación los indicadores básicos: la inflación estaba bajo mínimos y la política del «franco fuerte», seguida desde 1983, había consolidado la moneda nacional. El corolario fue una situación social explosiva: sin ir más lejos, el índice de paro se disparaba.
Fue el inicio de una depresión que pronto derivaría en inclinaciones suicidas que muy pocos avistaron
Para la izquierda, sumar en ese contexto el «caso del préstamo al 0 %» fue devastador; para el principal interesado, fue el inicio de una depresión que pronto derivaría en inclinaciones suicidas que muy pocos avistaron. La campaña electoral supuso, para Bérégovoy, un suplicio: en más de un acto público fue recibido con pancartas que rezaban «Béré [su apodo] 0 %». Cada una de ellas era un clavo más en un cuerpo y una mente cada vez más frágiles. Que se pusiera en duda su honestidad, la suya, la de una persona que alcanzó la cima del poder con un mero título de tornero fresado y que había sido, además, revisor ferroviario en una pequeña estación normanda, equivalía a una ofensa, al cuestionamiento de décadas caracterizadas por una conducta irreprochable.
El 29 de marzo, los socialistas se quedaron por debajo de los sesenta escaños, doscientos veinte menos que en 1988, mínimo histórico hasta 2022. Bérégovoy estaba convencido de que su polémico préstamo había hundido aún más a su partido. No era del todo seguro, pero era lo que creía. En abril, con la derecha ya en el Gobierno, pero con Mitterrand aún en el Elíseo, el último primer ministro socialista se desplomó anímicamente. El jefe del Estado, al que no había visto desde su dimisión, le había citado para el 3 de mayo. Demasiado tarde.
Bérégovoy combinaba su condición de político competente y honesto con –que nadie cuestionaba– con una ingenuidad algo candorosa: nunca terminó de entender, por ejemplo, que desempeñar los cargos más prestigiosos de la República no significa ser aceptado automáticamente en el establishment. Ni en la enrevesada «corte» mitterrandiana; fiel servidor político de Mitterrand, nunca figuró entre los invitados de las cenas dominicales que el mandatario organizaba en su domicilio particular de la calle de Bièvre. Tampoco fue invitado a la residencia estival de Mitterrand en las Landas, a diferencia de otros ministros y prebostes socialistas. Bérégovoy
Los «perros» a los que aludía Mitterrand en su homenaje fúnebre a su valido eran los periodistas que desmenuzaban los escándalos más numerosos de su régimen. Tal vez se pasaron con Bérégovoy. Pero por lo demás, decían verdades como puños. El crepúsculo del mitterrandismo empezó en un canal de Nevers. Era solo el primer y trágico episodio.