Solitario, enfermo y empeñado en reclamar sus privilegios: los últimos días de Cristóbal Colón
Tras su último viaje empezó una lucha para conseguir que se le reconocieran sus derechos y porcentajes que le correspondían, pero desde la muerte de la Reina Isabel la Católica, la suerte del almirante ya no era la misma
«El rey y los cortesanos estaban fuera de Valladolid. Los franciscanos del convento cercano le velaron. Nadie, prácticamente, se enteró de su muerte. El gran personaje, hijo de una época, asombroso y múltiple, murió a los cincuenta y cinco años de edad. Había sido, entre 1475 y 1506, la cabeza más acalorada, y más deslumbrante, de una época de descubridores de cabeza fría y obsesiones científicas. Sus huesos, como su firma, como su obra, darían ocasión, aun, a la fabulación». Así analiza Juan María Alponte la muerte del almirante en su obra Colón. El hombre, el navegante, la leyenda.
Cristóbal Colón emprendía su última travesía en 1502, pero después de dos años de viaje regresó a España muy enfermo: padecía de gota y de artritis degenerativa. A pesar del deteriorado estado de salud, el que en otro tiempo fue recibido con grandes honores en Barcelona en 1493, empezó una lucha para conseguir que se le reconocieran sus derechos y porcentajes que le correspondían, pero desde la muerte de la Reina Isabel la Católica, la suerte del almirante ya no era la misma: ya no contaba con el favor ni de Fernando ni de los futuros reyes Felipe y Juana.
En 1505 se esmeró por suavizar su relación con el Rey Fernando. «Persiguió» a la Corte hasta Salamanca, donde su salud empeoró, impidiéndole ocuparse de sus asuntos. A principios de 1506, el católico Rey firmaba el Concordato con los representantes del futuro Rey Felipe el Hermoso para establecer un gobierno conjunto, mientras que el almirante decidía abandonar Salamanca en dirección a Valladolid. Por lo que sería su fiel amigo y defensor de sus ideas, Diego de Deza quien solicitó que se expidiese células a favor de Colón para pagar los últimos viajes trasatlánticos.
Ante esta insistencia, Fernando el Católico accedió a conceder al almirante las cuestiones de las rentas y las propiedades. Solucionado aquel problema, Colón insistió a través de su hermano Bartolomé en el proyecto de cruzar nuevamente el Atlántico, solicitando, una vez más, permiso para ello a los nuevos monarcas. Pero su salud volvió a empeorar, lo que le obligó a ingresar en la hospedería del convento de San Francisco de Valladolid, donde fue atendido espiritual y físicamente por parte de los franciscanos.
Allí, el día 19 de mayo de 1506, con un estado de salud muy grave, escribió a modo de despedida un último codicilo a su tercer testamento. En él tras dar cuenta de las rentas que poseía, el almirante mandaba que se le diese protección a Beatriz Enríquez, su antiguo amor; a su hijo, Diego Colón, le ordenaba que sirviese a los futuros reyes y le confiaba el saldo de algunos pagos que tenía pendientes.
El 20 de mayo de 1506, en la habitación de la modesta casa de piedra de una planta que ya no existe más de la calle de la Magdalena de Valladolid, rodeaban a Cristóbal Colón en su lecho de enfermo sus hijos Diego y Fernando; así como un par de allegados. No había ningún representante de la Corte, ni siquiera su amada Beatriz, a la que tuvo en cuenta en sus últimos momentos. «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu», fueron sus últimas palabras.
Los restos de Colón permanecieron en un convento de Valladolid hasta 1509, después fueron trasladados a Sevilla, y de allí a Santo Domingo, después a Cuba y de nuevo a Sevilla donde está su tumba en la catedral. En su pedestal se puede leer la siguiente inscripción: «Cuando la isla de Cuba se emancipó de la Madre España, Sevilla obtuvo el depósito de los restos de Colón, y su ayuntamiento erigió este pedestal».