La ejecución de Rafael del Riego, el primer militar golpista en la historia de España
Lo juzgaron el 5 de noviembre en la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. De esta manera se pretendía escarmentar el acto de rebeldía contra Fernando VII, al haber proclamado la Constitución de 1812, en Cabezas de San Juan, en enero de 1820
«Hoy ha sufrido la pena de horca, que manda la ley, el malaventurado D. Rafael del Riego... Pidió para su espiritual asistencia a PP. Dominicos, 'porque –dijo– son gente de carrera y doctrina: de niño asistía a un convento de su orden a ayudar a Misa, y me inspiraron devoción a la Virgen del Rosario… Siento, como es natural, morir en una horca. Pero conozco que mucho más merecía por los males que he caudado, y por los muchos más que a mi nombre se han ejecutado. Me resigno y solo aspiro a la gloria, y aún así deseo estar muchos años en el Purgatorio para expirar mis delitos, y que el Señor se digne concederme aquella'». Así narraba el periódico El Restaurador el ahorcamiento público de Rafael del Riego, en la Plazuela de la Cebada de Madrid el 7 de noviembre de 1823.
«En la misma noche del movimiento propio pidió se llamase un escribano, y ante él dictó una especia de profesión de fe político-cristiana… Asistió al suplicio un numerosísimo concurso, y no se notó la menor señal de insulto, y sí un silencio propio de las circunstancias, hasta que, verificada la muerte, se rompió aquel con los gritos de viva la República y viva el Rey», proseguía el periódico.
Treinta años después de aquel suceso, el escenario del suceso cambió de nombre, pasando a ser la Plaza del general Riego. La ejecución tuvo lugar a las 12 horas. Al llegar a la plazuela se quejaba y solicitaba clemencia, mientras besaba una estampa de la Virgen María. Lo habían detenido en el Puente de Toledo y el 2 de octubre, con fiebre, lo depositaron en la cárcel de Corte. Lo juzgaron el 5 de noviembre en la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. De esta manera se pretendía escarmentar el acto de rebeldía contra Fernando VII, al haber proclamado la Constitución de 1812, en Cabezas de San Juan, en enero de 1820.
En los Episodios Nacionales Benito Pérez Galdós sobre ella escribió que «la Plazuela de la Cebada, entonces, como hoy, tenía aquel aire villanesco y zafio que la hace tan antipática, al mismo ambiente malsano, la misma arquitectura irregular y ramplona». Como hemos dicho se sublevó en 1820 manifestando que era preciso «que España se salve que el Rey Nuestro Señor jure la ley constitucional de 1812, afirmación legítima y civil de los derechos y deberes de los españoles. ¡Viva la Constitución1». Después de morir su mujer, María Teresa, exiliada en Londres, enfermó y falleció con solo 24 años. En su testamento escribió…
«Considerando como un deber mío el hacer toda la justicia que se merece la memoria de mi difunto esposo en este terrible momento en que voy a presentarme ante el tribunal de Dios, declaro solemnemente y afirmo que todo su anhelo y cuidado, todos los sentimientos de su noble corazón iban dirigidos a procurar la libertad y bienestar de su patria sin que en ello ocupase el más pequeño lugar ninguna clase de ambición que la gloriosa de dedicar todos sus servicios y su vida para conseguir un objeto tan laudable y beneficioso».
No mancillar la memoria del general
La Reina Regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, el 31 de octubre de 1835, aprobó un Real Decreto reponiendo el buen nombre del general Rafael del Riego, concediéndole a su familia una pensión…
«Si en todas ocasiones es grato a mi corazón enjugar las lágrimas de los súbditos de mi amada Hija, mucho más lo es cuando a este deber de humanidad se junta la sagrada obligación de reparar pasados errores. El General Don Rafael del Riego, condenado a muerte ignominiosa en virtud de un decreto posterior al acto de que se le acusó, y por haber emitido su voto como Diputado de la Nación, en cuya calidad era inviolable, según las leyes vigentes entonces y el derecho público de todos los gobiernos representativos, fue una de aquellas víctimas que en los momentos de crisis diose el fanatismo con la segur de la justicia. Cuando los demás que con su voto aprobaron la misma proposición que el General Riego, gozan en el día puestos distinguidos, ya en los cuerpos parlamentarios ya en los Consejos de mi excelsa hija, no debe permitirse que la memoria de aquel General quede mancillada con la nota del crimen, ni su familia sumergida en la orfandad y la desventura.
En estos días de paz y reconciliación para los defensores del Trono legítimo y de la libertad, deben borrarse en cuanto sea posible, todas las memorias amargas.
Quiero que esta voluntad mía sea, para mi ansiada Hija y para sus sucesores en el Trono, el sello que asegure en los anales futuros de la historia española la debida inviolabilidad por los discursos, proposiciones y votos que se emitan en las cortes generales del Reino. Por tanto, en nombre de mi augusta Hija la Reina Dª Isabel II, decreto lo siguiente:
Art. 1°. El difunto General Don Rafael del Riego es repuesto en su buen nombre, fama y memoria.
Art. 2°. Su familia gozará de la posición y viudedad que le corresponda según las leyes.
Art. 3°. Esta familia queda bajo la protección especial de mi amada Hija Dª Isabel II y durante su menor edad, bajo la mía.
Tendréis lo entendido, y lo comunicaréis a quien corresponda –Está rubricado de la misma mano– En el Pardo a 21 de octubre de 1835 –Don Juan Álvarez y Mendizábal, Presidente del Consejo de Ministros interino– copia».
En El terror en 1824 de los Episodios Nacionales, Pérez Galdós relató el ahorcamiento del general Riego: «El 7 a las diez de la mañana le condujeron al suplicio. De seguro no ha brillado en toda nuestra historia un día más ignominioso... Sacáronle de la cárcel por el callejón del Verdugo, y condujéronle por la calle de la Concepción Jerónima, que era la carrera oficial. Como si montarle en borrico hubiera sido signo de nobleza, llevábanle en un serón que arrastraba el mismo animal. Los 32 hermanos de la Paz y Caridad le sostuvieron durante todo el tránsito para que con la sacudida no padeciese; pero él, cubierta la cabeza con su gorrete negro, lloraba como un niño».