Peter René Pérez, superviviente del Holocausto
Testimonio de un superviviente del Holocausto: «He vivido el anti humanismo en el campo de concentración»
Con motivo del mes de la Memoria del Holocausto, Peter René Pérez ha viajado a Madrid para ofrecer su testimonio en un acto para rendir tributo a la memoria de las víctimas de la Shoá
«Yo vivo porque tengo una esperanza loca», ha afirmado Peter René Pérez, superviviente del Holocausto. Tenía tan solo cinco años cuando su familia y él fueron internados en el campo Rivesaltes, un lugar que servía para cumplir el decreto francés sobre el internamiento administrativo de «extranjeros indeseables».
René Pérez había nacido en Viena (Austria) en 1936 dentro de la comunidad sefardí de la ciudad formada por unas 1.000 personas. A la temprana edad de dos años tuvo que huir de Austria perseguidos por la Gestapo. Primero consiguieron huir su padre y su tío a París. Meses más tarde lo haría su hermano dentro de un convoy para niños judíos, mientras que su madre y él permanecieron en Viena hasta 1939, cuando consiguieron un pasaporte para llegar hasta París.
Pero aquello solo era el comienzo. Pronto los ataques alemanes a Francia se hicieron cada vez más intensos y continuos, por lo que Peter y su familia decidieron huir al sur del país, pero en 1941 fueron internados en Rivesaltes, un campo que se levantó con el objetivo de confinar a todas aquellas personas que pudieran representar un «peligro potencial» para el país.
«No olvidaré cuando entré en el campo de concentración en febrero de 1941. Entraba en el campo gente de todo tipo: republicanos, gitanos, judíos... Yo no entendía nada», ha narrado Pérez en el Centro Condeduque en un acto enmarcado en el mes de la Memoria del Holocausto organizado de forma conjunta por el Ayuntamiento de Madrid, la Comunidad Judía de Madrid y Centro Sefarad-Israel.
Con voz pausada, pero segura, Peter rememora aquellas vivencias que tanto daño han hecho a su familia: «Había que separar a las familias. Los hombres por un lado, las mujeres por otro y los niños por otro. Yo fui separado de mi hermano. No podía hablar con ninguno», y explica que esto era así porque «una familia unida podía huir, pero una familia separada nunca lo haría».
«Era imposible vivir aquí», declara. Le trasladaron a un barracón donde la condición de vida era «infrahumana». Para comer les daban un nabo y pan enmohecido: «Y eso era todo. ¡Nada más!», cuenta. Tampoco había medicinas. Estuvo al borde de la muerte por desnutrición, realizó trabajos forzosos en la mina junto a su padre, quien falsificó papeles para que le permitiesen trabajar, pues «los judíos y gitanos no podían salir».
A su memoria vino también la vez que su madre se encaró al jefe del campo, un acto de rebeldía que casi le cuesta muy caro: «Recuerdo el miedo por mi madre». Para finales del mes de mayo, el campo contaba con 6.475 internos, la mayoría extranjeros de 16 nacionalidades, siendo más de la mitad de ellos españoles, y más de un tercio, judíos no franceses. La familia Pérez logró salir en septiembre de 1942: «Pocos días después entraron los alemanes para sacar a los presos para ser trasladados a Auschwitz. Los españoles iban a Gusen».
«Volver a mi España querida»
En Rivesaltes conoció a muchos españoles de etnia gitana, con los que aprendió español. Se comunicaban entre ellos a través de fandangos. «Tuve mucho apoyo psicológico de los gitanos sin ser yo consciente de ello», admite. Cuenta que la sonrisa de su primer amigo, Paquito –que murió en el campo de concentración– era «una consolación». De las familias españolas con las que convivió en Rivesaltes aprendió la fuerza de la unidad, «de atracción», de vínculo familiar.
Tras la guerra y al volver a Austria, el sueño del padre de Peter era volver a España: «Él me decía: 'Vas a hacer dos cosas. La primera, volver al club deportivo y la segunda, volver a España'». Y añade Pérez: «Lo digo de todo corazón: mi España querida. Nuestra España querida. 500 años es nada, para nosotros [los sefardíes] no es nada».
A pesar de que habían escapado del horror nazi, a su vuelta a Viena se encontró con «un mundo ajeno totalmente». Tenían la esperanza de volver a comenzar de cero, pero la realidad fue que se encontraron con nada: su casa estaba ocupada por otra gente, no tenían comida ni ropa y la gente seguía mirándole con sospecha por ser judío: «Estaba en la mente de todos este sistema de segregación».
Una lección de vida
Y para las futuras generaciones, su mensaje es muy claro: «Nunca dejen de luchar por un mundo mejor». Él no lo hizo, siguió luchando para sobrevivir. «He vivido el antisemitismo y el antihumanismo en el campo de concentración» y relata que aquel sufrimiento ya le parecía «algo normal».
Reconoce también que la edad que tenía aquel entonces no le permitía hacer un análisis más profundo de la situación: «No pensaba. La única idea que tenía era sobrevivir». Su madre sufría, su padre no hablaba y él estaba cada vez más enfermo, pero el único pensamiento que tenía era que no quería morir. «Yo vivo porque tengo una esperanza loca que mantengo siempre», confiesa.
«La causa por la que estoy luchando hoy es muy sencilla: no odiar. El odio es la base de cosas terroríficas que pasan estos días. El odio destruye todo. Hay que comprender al otro, pero no con los libros, sino con el corazón; y mucho más –como dicen los andaluces– con las entrañas», sentencia. Aunque reconoce que es duro, propone amar a pesar de todo: «Es mucho más duro amar que odiar, pero vale la pena».