¿Guardar tesoros? Del gabinete de curiosidades al concepto de Museo
Los museos y las piezas en ellos contenidas tienen una cosa en común, y es que sin un contexto adecuado no son comprensibles
Del mismo modo que no entenderíamos qué es un bifaz sin comprender la necesidad del hombre prehistórico de disponer de tal herramienta, tampoco podremos comprender qué es un museo sin profundizar en su origen y evolución. Los museos son organismos vivos, producto de las culturas, disposiciones legales o economía de los lugares donde nacen y se desarrollan.
Si pensamos en los grandes Museos (los Museos Nacionales) quizás nos venga a la memoria el recuerdo de unas salas repletas de vitrinas abarrotadas de objetos, algunos apenas visibles tras varias filas de cabezas que se agolpan a su alrededor pretendiendo observar sus contenidos –caso de la Mona Lisa en el Museo del Louvre (Francia) o de la Piedra Roseta en el Museo Británico (Reino Unido)–.
Este tipo de museos mantienen fosilizado el modelo que les dio su origen, el cual se remonta al coleccionismo de reyes y aristócratas cuyo objetivo era exhibir unos objetos únicos o especiales. De hecho, estos primeros «museos» eran conocidos como gabinetes de curiosidades o gabinetes de maravillas.
Diferentes conceptos
Durante el siglo XVIII, estas curiosidades empezaron a ser ordenadas y clasificadas según los criterios científicos de la época. Puesto que no existían en aquel momento leyes dirigidas a la protección del patrimonio, se organizaron algunas expediciones científicas que llevaban instrucciones relativas a cómo recoger los objetos destinados al gabinete.
En España, Fernando VI (1746-1759) impulsó el conocido como «viaje de las antigüedades de España», con el objeto de recoger piezas con las que formar colecciones relacionados con la Historia de España. También financió la expedición arqueológica de Jorge Juan y Antonio de Ulloa en 1748 por América del sur, con el mismo propósito.
En este contexto, una expedición científica financiada con fondos privados podía realizar excavaciones en cualquier lugar del mundo, extraer de ellas las antigüedades halladas y trasladarlas a su país de origen sin la menor restricción. Un buen ejemplo de ello es el caso de la Dama de Elche que fue objeto y víctima de este proceder errático.
El arqueólogo francés Pierre París, que se encontraba en España en 1897, acudió al lugar del hallazgo de la magnífica escultura ibérica y la compró para el Museo del Louvre por 5.200 pesetas. La Dama no regreso a España hasta 1941. Y no fue hasta la década de 1970 cuando la mayor parte de los países comenzaron a legislar para proteger su patrimonio histórico artístico. En el caso de España, contamos incluso en la actualidad con una división especial de la Guardia Civil dedicada a la protección del patrimonio cultural.
Con la llegada al poder en 1759 del rey arqueólogo, Carlos III (recordemos su papel en la excavación de las ciudades romanas de Pompeya y Herculano), se creó en Madrid el Real Gabinete de Historia Natural, que representa nada menos que el germen de museos tales como el Museo Arqueológico, el Museo de América, el Museo de Ciencias Naturales, el Museo de Antropología, etc.
Estos museos se han mantenido cuasi inamovibles durante siglos, siendo vistos, antes y ahora, como edificios con enormes salas en las que se agrupan objetos pertenecientes a una misma cultura, salas de colecciones que pasaron de ser patrimonio del monarca a ser patrimonio Estado.
Sin embargo, actualmente, en el siglo XXI, los museos no pueden limitarse únicamente a la exhibición, protección y conservación de los objetos que constituyen sus fondos, sino que han de responsabilizarse de la función social, pedagógica y de divulgación que les es inherente.
El objetivo de los museos ya no es tanto «mostrar» como enseñar; acercar a todos los ciudadanos su patrimonio valiéndose de herramientas actuales y de nuevos discursos expositivos. No es de extrañar, por tanto, que el número de piezas expuestas tienda a disminuir a favor de destinar un mayor espacio a la inclusión de recursos que permitan una mejor interacción de la pieza o de su historia con el visitante.
Entre dichos recursos hay que destacar la realidad virtual, muy útil, como demuestra la gran acogida que están teniendo las conocidas como exposiciones inmersivas, en las que solamente se utilizan reconstrucciones virtuales que permiten al visitante superar la fría barrera de la vitrina.