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Últimas palabras del emperador Marco Aurelio (1844) de Eugène Delacroix

Últimas palabras del emperador Marco Aurelio (1844) de Eugène Delacroix

La cara B de Marco Aurelio, uno de los «cinco emperadores buenos»

Este emperador, idealizado por los absolutistas ilustrados, ha sido paradigma del gobernante filósofo; sin embargo, un autor contemporáneo presenta una visión muy diferente

El siglo II d.C. fue, en el Occidente romano, el siglo de los antoninos, periodo denominado «la época más feliz de la historia de la humanidad» por el ilustrado Edward Gibbon. Esta dinastía imperial, llevó el poder romano a su máxima expansión. Y uno de los emperadores que más ahínco hizo en dicha expansión fue Marco Aurelio Antonino Augusto (121 – 180 d.C.). Éste, considerado –de nuevo por Gibbon– uno de los «cinco emperadores buenos» obtuvo una fama significativa ya desde el mismo momento de su muerte.

Así, el historiador Herodiano, escribiría que «una vez que se extendió la noticia de su muerte, todo el ejército que estaba con él y el pueblo entero fueron presa del mismo dolor y ningún súbdito del Imperio romano hubo que recibiera aquel anuncio sin lágrimas. Todos a una voz le ensalzaban, unos le llamaban padre bondadoso, otros noble emperador, otros general valeroso y otros finalmente elogiaban la prudencia y rectitud de su gobierno» (Hdn. I.4.8).

Herodiano escribió su obra a mediados del siglo siguiente, y la imagen de un Marco Aurelio bondadoso, noble y prudente se fue aquilatando. El summum en la Antigüedad lo encontramos en la Historia Augusta, donde podemos leer, entre otros muchísimos parabienes, que «en todo fue moderado [Marco Aurelio], apartando a las personas del mal, invitándolas al bien, recompensándolas con riquezas, perdonándolas con indulgencia y así hizo a los malos buenos, a los buenos buenísimos» (SHA MA 12, 2). Así llegó hasta el siglo XVIII, donde los ilustrados como Gibbon verían su gobierno como el apogeo de la civilización, y al emperador como paradigma del gobernante filósofo tan idealizado por los absolutistas ilustrados.

Pero la fama de Marco Aurelio no dejó de crecer con el fin del Siglo de las Luces. El séptimo arte culminó el proceso de imaginación beatífica de Marco Aurelio mediante el trabajo magistral de dos actores estelares: Alec Guinness y Richard Harris, bajo la batuta de Anthony Mann (La caída del Imperio romano, 1964) y Ridley Scott (Gladiator, 2000), respectivamente. El Marco Aurelio presentado en estos filmes responde a todos los tópicos positivos que procedían de la Antigüedad, y que la Ilustración blindó. Pero pocos que quisieran laudar a Marco Aurelio en sus obras recurrían a los escritos de un contemporáneo suyo, el pensador y escritor Luciano de Samósata.

Luciano de Samósata (125 -181 d.C.) es un interesantísimo personaje al que merece la pena volver siempre. Ha sido integrado por los investigadores en la llamada segunda sofística, movimiento retórico enclavado en el helenismo que se sitúa de forma algo difusa entre los siglos II y V d.C. Luciano, como buen escéptico, abordaba los temas en sus obras (casi siempre presentados a través de diálogos, costumbre griega que adoptarían los romanos) con considerables dosis de humor. De hecho, hoy se puede uno reír a mandíbula batiente leyendo las obras del de Samósata.

Otra visión

Pues bien, en uno de sus textos más conocidos, titulado Alejandro o El falso profeta, Luciano deja poco espacio para el humor. Alejandro de Abonuteicos, un charlatán y estafador paflagonio (región de Asia Menor donde proliferaban las creencias y religiones más variopintas) organizó una religión en torno a su persona y a un curioso ser: Glykon, un dios serpiente, supuesta reencarnación –según Alejandro– del dios Asclepios (el romano Esculapio, deidad de la medicina y la curación) que lanzaba profecías y oráculos y que sólo se comunicaba con él mismo.

Este personaje, que había llegado a levantar un santuario donde Glykon curaba y profetizaba a los seguidores de la religión, excluyendo siempre a epicúreos y cristianos, que estaban vetados a todos los actos de la organización (como señala Luciano que se le oyó decir en Atenas: «Si algún ateo, o cristiano o epicúreo, acude para inspeccionar las ‘orgías’, que se largue», Luc. Alex. 38), es atacado sin ningún tipo de cuartel por Luciano en la mencionada obra, donde el autor señala, entre todo un rosario de acciones malévolas perpetradas por este personaje, que llegó a sufrir un intento de asesinato orquestado por el mismísimo Alejandro, al que conoció (y puso en evidencia pública) en persona. Ahora bien, ¿qué tiene todo esto que ver con Marco Aurelio?

Entre el 166 y el 180 d.C. Marco Aurelio llevó a cabo una serie de campañas militares destinadas a «pacificar» a las tribus germánicas (cuados y marcomanos principalmente) situadas en el limes danubiano. Estas guerras fueron famosas durante siglos por su dureza, amén de que coincidieron en el tiempo con una peste que asoló el Imperio «con muchos miles de personas particulares y de soldados» muertos, como aparece en la Historia Augusta (SHE MA 17, 1-2).

Para más inri, la muerte de Lucio Vero, hermano de Marco Aurelio y su colega en el mando, vino a añadirse a una situación ya difícil para el emperador-filósofo, que durante estas campañas se amparó aún más en la filosofía. Sus famosas Meditaciones fueron escritas en este periodo. En ellas Marco Aurelio señala al comienzo lo que aprendió de sus maestros, como de un tal Diogneto la «desconfianza en lo que cuentan los que hacen prodigios y hechiceros acerca de encantamientos y conjuración de espíritus, y de otras prácticas semejantes» (Medit. I, 6.). No deja de ser curioso que en el Alejandro, Luciano de Samósata, al describir algunos pufos del profeta paflagonio, señalara que Marco Aurelio, siguiendo la recomendación de Alejandro de Abonuteico, ordenó que «dos leones vivos fueran lanzados al Istro [el Danubio] con muchos inciensos y víctimas de sacrificios importantes», a lo que siguió «el mayor desastre para los nuestros, pues perecieron a millares casi de golpe» (Luc. Alex. 48).

Marco Aurelio, el prudente, el sabio, el filósofo, creyó que lanzando dos leones vivos al Danubio, como le había dicho el oráculo del estafador Alejandro de Abonuteico, obtendría la esperada victoria contra los germanos. Fue al revés. Alejandro se justificó diciendo que «el dios había profetizado la victoria, sin especificar si de los romanos o de los enemigos» (Luc. Alex. 48). Nada nuevo bajo el sol. Pero sí cabe reflexionar acerca de la figura de Marco Aurelio, quien señaló en sus Meditaciones lo aprendido del tal Diogneto: «desconfianza en lo que cuentan los que hacen prodigios».

¿Y Alejandro? El bueno de Marco fue engañado. Y para aquellos que Alejandro engañaba Luciano tenía una curiosa expresión: «ciudadanos de a pie que tienen la nariz llena de mocos» (Luc. Alex. 20). Curiosa imagen esta de Marco Aurelio. ¿Cuánto podemos creer de cuanto escribió en sus Meditaciones? ¿Cuánto de lo que dicen textos como la Historia Augusta, que lo presenta como un modelo a imitar? ¿Y cuánto, por ejemplo, de lo escrito sobre su hijo Cómodo, que es retratado como «un criminal y un depravado» (SHA MA 16, 1)?

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