La ley británica que prohibía intervenir en la independencia hispanoamericana y que «dictó» España
Era la primera vez «que un embajador español, ejerciendo un poder sin precedentes en la historia de este país», redactaba una ley británica, criticó el parlamentario James Mackintosh. Estuvo vigente durante 50 años
Uno de los elementos más complejos del derecho internacional público es cómo regular el papel de los países neutrales ante una guerra. La neutralidad implica una postura oficial por parte de un gobierno por la cual se abstiene de participar en un conflicto entre otros Estados, pero para que sea respetada el país neutral debe ser imparcial y no favorecer con sus acciones abiertamente a uno de los bandos. Esta fue oficialmente la postura que adoptó Gran Bretaña en 1810 ante el estallido de las guerras de independencia en la América española, pero su errática conducta dio lugar a constantes quejas por parte de España.
Aunque el Gobierno británico no tomaba partido en la lucha entre España y sus posesiones rebeldes, los independentistas encontraron desde el primer momento un gran apoyo entre la opinión pública británica. Los agentes hispanoamericanos consiguieron amplia financiación y compraron armas, barcos y pertrechos a grandes comerciantes británicos. Más grave incluso fue el reclutamiento de varias expediciones con oficiales y soldados voluntarios británicos para reforzar a las tropas rebeldes. Entre 1817 y 1820 más de 6.000 voluntarios zarparon de puertos ingleses para unirse a la causa independentista.
La excusa británica era que la postura neutral solo afectaba al Gobierno, pero que no podía evitar que ciudadanos a título particular decidiesen libremente alistarse en un bando
La embajada española en Londres, dirigida por el duque de San Carlos, protestaba constantemente contra estas violaciones de la neutralidad. La excusa británica era que la postura neutral solo afectaba al Gobierno, pero que no podía evitar que ciudadanos a título particular decidiesen libremente alistarse en un bando.
Realmente, desde el punto de vista legal el caso español era inapelable. Las leyes británicas desde tiempos de Jorge II prohibían el alistamiento de oficiales ingleses al servicio de «un Estado extranjero». Como Gran Bretaña no reconocía todavía a los nuevos países hispanoamericanos como Estados, algunos defensores del reclutamiento señalaban que no estaban incluidos en la anterior descripción y por tanto la ley no les afectaba.
Pero si no se reconocía ninguna autoridad a las repúblicas insurgentes, entonces España podía por derecho internacional considerar a todos los hombres y barcos que luchasen bajo su bandera como piratas, y por tanto, privarlos de protección legal y ejecutarlos sumariamente en caso de que fuesen capturados.
Para escapar de este dilema, en 1819 el gobierno británico cedió y aceptó redactar una nueva Ley de Reclutamiento Extranjero (Foreign Enlistment Bill) que prohibiese más tajantemente el alistamiento de súbditos británicos por parte de los rebeldes. La ley se basó en la que ya estaba en vigor en Estados Unidos, e imponía fuertes multas y hasta pena de cárcel a cualquier británico que se alistase o ayudase a alistar a otros sin permiso real previo para servir a un gobierno extranjero. La redacción del texto fue consensuada con San Carlos para que satisficiese las demandas españolas.
El problema era aprobarla en el Parlamento contra una opinión pública agresivamente volcada en favor de las independencias americanas. Los miembros de la oposición consideraron que la ley era una claudicación ante España. El popular parlamentario James Mackintosh acusó al gobierno de dejar que su política fuese dictada desde Madrid y, aludiendo a la influencia de San Carlos, lamentó: «Es la primera vez que un embajador español, ejerciendo un poder sin precedentes en la historia de este país, ha escrito una ley británica». En defensa de la ley, el ministro de exteriores, Lord Castlereagh, respondió: «Es una obligación que debemos a España, y a nuestro honor, el que mientras profesamos estar en paz con ella no permitamos que se formen expediciones en nuestros puertos para combatirla».
El debate fue uno de los más tensos de la legislatura, y el gobierno creyó por momentos que la ley sería rechazada y se vería obligado a dimitir. Pero finalmente, por una estrecha ventaja de 61 votos, la ley fue aprobada. Se trató de una gran victoria de la diplomacia española, pero para verano de 1819 esta medida llegaba tarde, pues las victorias de Bolívar y San Martín eran ya imparables. Aunque su efecto real en América fue pequeño, la ley sin embargo quedo en vigor y siguió regulando la neutralidad británica en otros conflictos como la Guerra Civil de Estados Unidos hasta que se reformó en 1870.