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Soldados australianos en el saliente de Ypres

Soldados australianos en el saliente de Ypres

Así comenzó la Gran Guerra un caluroso verano de hace 110 años

Durante el mes de julio de 1914, las intrigas diplomáticas, los intentos de sacar ventaja de la crisis y los equilibrios de fuerzas condujeron a Europa a un desastre cuyas consecuencias marcaron el devenir de nuestro continente y de otras regiones como el Oriente Medio

Lo contaba Clark en Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914 (Galaxia Gutenberg, 2014). Aquel 28 de julio de 1914 el emperador Francisco José I (1830-1916) firmó la declaración de guerra contra el Reino de Serbia con una pluma de avestruz y desde el escritorio de su despacho en Bad Ischl, a orillas del río Traun. El lugar puede visitarse hoy. Es bellísimo. Entre Salzburgo y Estiria, la región cuenta con 27 lagos. Se la conoce como «la Suiza austriaca».

De paraíso a infierno

La Gran Guerra, pues, comenzó en un paraíso. Pronto se convirtió en un infierno. Resulta difícil indicar de dónde partió el camino que condujo al desastre. Quizás se inició cuando Serbia comenzó a ganar influencia en los Balcanes en las últimas décadas del siglo XIX. En Viena, Budapest y Constantinopla se veía al joven reino como un nuevo Piamonte, artífice de la unificación italiana. Tal vez el momento decisivo fue la anexión de Bosnia-Herzegovina en 1908. Quién sabe si aquella combinación de imperialismo, nacionalismo y militarismo no hubiese conducido, de todos modos, a una guerra decisiva en los Balcanes.

Ya había ocurrido en 1912 y 1913 con las Guerras Balcánicas. Cuando aquel 28 de junio de 1914 el nacionalista serbio de Bosnia Gavrilo Princip y sus compañeros mataron al heredero imperial Francisco Fernando y a su esposa encinta, las cancillerías de Viena, Berlín, Belgrado, París, Londres y San Petersburgo creyeron que, de nuevo, habría una crisis regional. Como mucho, unas movilizaciones parciales conducirían a hostilidades en las provincias fronterizas de la monarquía danubiana. Pero no fue así.

Durante el mes de julio de 1914, las intrigas diplomáticas, los intentos de sacar ventaja de la crisis y los equilibrios de fuerzas condujeron a Europa a un desastre cuyas consecuencias marcaron el devenir de nuestro continente y de otras regiones como el Oriente Medio. Ahí está el hundimiento del Imperio otomano y el Genocidio Armenio para demostrar que aquel 28 de julio de 1914 nadie podía prever el horror que se cerniría sobre Europa.

Viena, confiada en el apoyo alemán, impuso a Belgrado un ultimátum con condiciones durísimas la última de las cuales era, directamente, inaceptable: se exigía a Serbia que aceptase «la colaboración de organismos del Real Gobierno Imperial para la erradicación del movimiento subversivo dirigido contra la integridad territorial del Imperio» y que organismos designados por el Imperio participasen en las investigaciones del magnicidio. Estas dos condiciones comprometían la soberanía de Serbia y eran, por tanto, inaceptables. Serbia las rechazó y así comenzó la contienda.

La movilización general en el Imperio se publicó en los nueve idiomas oficiales en la parte austriaca del Imperio –alemán, checo, polaco, ucraniano, esloveno, croata, serbio, rumano e italiano– y comenzaba con un encabezamiento majestuoso: «¡A mis pueblos!». El emperador Habsburgo llamaba a los germanos, los húngaros, los eslavos, los italianos, los judíos y todos los demás pueblos del imperio a defender el honor del imperio con las armas en la mano.

Pieza de artillería británica en Helles (Galípoli), junio de 1915

Pieza de artillería británica en Helles (Galípoli), junio de 1915

Los serbios ya habían decretado la movilización en previsión de lo que se venía y habían evacuado Belgrado. Al otro lado de la confluencia del Danubio y el Sava, a tiro de piedra de la fortaleza de Kalemegdan, que hoy acoge a un parque, estaban las tropas imperiales. Semanas después, ya en octubre, se lanzarían al asalto de Belgrado.

En el ataque final, el 7 de octubre, el mayor Dragutin Gavrilović (1882-1945) se dirigiría así a sus hombres: «¡Soldados! Exactamente a las tres en punto el enemigo va a ser aplastado por la fiereza de vuestro ataque, destruido por vuestras granadas y bayonetas. El honor de Belgrado, nuestra capital, no ha de ser mancillado. ¡Soldados! ¡Héroes! El alto mando ha borrado a nuestro regimiento de sus registros. Nuestro regimiento se ha sacrificado por el honor de Belgrado y de la patria. Por lo tanto, ya no necesitáis preocuparos de vuestras vidas. Ya no existen. ¡Así que adelante hacia la gloria! ¡Por el rey y por la patria! ¡Viva el rey! ¡Viva Belgrado!».

La carga serbia fue tan desesperada que resultó irrefrenable. En octubre los serbios rechazaron el ataque sobre su capital. Para entonces, en el frente occidental, los alemanes, los franceses y los británicos se iban enterrando en trincheras desde las que se matarían durante cuatro años con ametralladoras, granadas y gases. En Transilvania, los húngaros combatían contra los rusos. Los polacos estaban divididos entre el ejército del zar, el del káiser y el del emperador Habsburgo. Los otomanos acabarían entrando en la contienda. Los árabes se alzarían en armas contra el sultán y, desde el desierto de Arabia, conquistarían Áqaba y Damasco. Un año después, en una formidable operación de desestabilización, los servicios secretos alemanes propiciarían la llegada de Lenin (1870-1924) a Rusia. La revolución acabó con el Imperio de los Zares. A la altura del verano de 1918, «el mundo de ayer», en palabras de Stefan Zweig (1881-1942), había dejado de existir.

Esa proclama, firmada con una pluma de ganso desde un escritorio en medio del paraíso, simboliza la destrucción de una civilización que quizás aún no se haya recuperado por completo. Como indicó el profesor José Luis Comellas (1928-2021), fue una guerra civil europea. Y comenzó un verano como este hace 110 años.

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