La épica lucha por la supervivencia tras la «noche triste» de Hernán Cortés
El resto del ejército sufrió la mayor derrota desde que el gran conquistador de Medellín llegase a tierras mesoamericanas
El 30 de junio de 1520, alejándose lentamente de un grueso ejército de nubes, el sol se ocultó, acobardado y grisáceo , en la grandiosa ciudad acuática de Tenochtitlan, Podría parecer un detalle sin importancia, pero en aquel momento y en aquellas circunstancias, resultaba fundamental porque eran días de luna llena y los más de mil españoles y tres mil tlaxcaltecas que se refugiaban en el palacio de Axayacatl, llamado así en honor del padre del recientemente fallecido huey tatloani de los mexicas, Moctezuma Xocoyotzin, necesitaban de la mayor oscuridad posible, para la huida que habían planificado.
Parecía, sin embargo, que la madre naturaleza jugaba a ser equilibrada con ambos contendientes. Le otorgó una noche oscura a los castellanos y sus aliados, pero permitió que la lluvia convirtiese calles y calzadas en más resbaladizas de lo habitual. Especialmente las calzadas. Esos largos puentes que unían la ciudad-isla con tierra firme y que estaban construidos, fundamentalmente, en madera, con una extensión media de siete u ocho kilómetros de largo y unos veinte metros de ancho.
El paso cortado
La emboscada preparada por Cluitláhuac, el sucesor de Moctezuma, estuvo muy bien planificada. El ejército español en su huida fue atacado en su retaguardia en la calzada de Tlacopan, la vía de escape que uso Cortés por ser la más cercana a tierra firme, pero además habían cortado parte del puente en varios tramos, siendo también atacados en el lago desde las canoas y aquellos que sobrevivieron y llegaron a los maizales de tierra firme tuvieron que seguir luchando con los tepanecas de Tlacopan, ciudad que junto a la propia Tenochtitlán y Tetzcoco, conformaban la triple alianza.
Algunos, los más rezagados, viéndose descubiertos, decidieron regresar al palacio de Axayacatl y hacerse fuertes tras los muros del imponente edificio. Fue un craso error que solo hizo retrasar su inevitable comparecencia ante el altar de Huitzilopochtli. El terrible dios de la guerra al que se le ofrecían sacrificios humanos en el templo mayor.
El resto del ejército sufrió la mayor derrota desde que Hernán Cortés llegase a tierras mesoamericanas. La mundialmente conocida como noche triste y que a estas alturas algunos fanáticos nacionalistas mexicanos, en un absurdo intento de reescribir la historia, pretenden llamar la noche victoriosa, olvidando, entre otros muchos detalles, que en la refriega murieron muchos más tlaxcaltecas y seguramente mexicas, que castellanos. Fue, además, como la de Cannas, una victoria estéril, porque, en ambos casos, no impidió la victoria final de los europeos.
Cómo pudieron sobrevivir
De cualquier manera, no me centraré, en esta ocasión, en los pormenores de aquella trágica emboscada, sino en lo que es mucho más desconocido para el gran público. Es decir ¿Qué pasó con el resto de aquella tropa? ¿Tuvieron una huida fácil los que pudieron alcanzar la orilla? ¿Cómo, habiendo perdido dos tercios del ejército, todas las armas de fuego, la mayoría de las ballestas, parte de la caballería y estando extenuados y gran parte heridos, pudieron sobrevivir? ¿Y cómo lo consiguieron encontrándose, además, en las afueras de otra de las ciudades de la triple alianza, Tlacopan?
No reiterare las razones por la cuales Cluitláhuac no persiguió a Cortés y sobre las que ya he escrito en otra ocasión. De haberlo hecho, hubiese borrado a los restos del ejercito hispano-tlaxcalteca del mapa. Aun así, la situación de los cuatrocientos españoles y mil tlaxcaltecas sobrevivientes era sumamente comprometida. Los que sabían nadar o tenían al menos una montura, como fue el caso de Cortés, pudieron llegar a los maizales de la orilla. Allí apostados, los tepanecas aliados de los mexicas, acechaban a los sobrevivientes. Como una constante en la historia de la conquista, la caballería llevó el peso de los nuevos combates hasta que puso en fuga a los de Tlacopan.
Después buscaron un refugio temporal cerca de una pequeña aldea llamada Poplota. Allí, en un claro dentro de un bosque de Ahuehuetes, Cortés divisó la llegada del maltrecho ejército, los hombres y las mujeres renqueantes, la gran mayoría con heridas de mayor o menor gravedad, algunos, como san sebastianes vivientes, aún con flechas clavadas al cuerpo. A la sombra de uno de esos árboles, el capitán español no pudo reprimir el llanto, según narraría Díaz del Castillo. Tras la conquista, junto a aquel árbol se levantaría una pequeña iglesia dedicada a San Esteban, que fue demolida en 1900 por el mal estado en que se encontraba y en su lugar se levantó la parroquia de la Virgen del Pronto Socorro. La capilla y los restos del árbol, con su placa conmemorativa, aún se conservan en la actualidad.
Pero volviendo al clarear del 1 de julio de 1520, una vez sobrepuesto del llanto y ante la llegada de nuevos escuadrones de Tepanecas, Cortés se percató que la colina que dominaba Tlacopan y sus alrededores estaba coronada por un soberbio teocali, es decir, uno de los impresionantes templos escalonados de piedra que construían los nahuas en honor a sus dioses. Cortés enseguida se dio cuenta que aquel podría ser el mejor lugar para hacerse fuertes e intentar reponerse. Así, el maltrecho ejército se abre paso a golpe de pica y sable, y con muchas dificultades, hacia el templo de Otoncalpuco.
El templo milagroso
Los alrededores del Templo estaban despejados por lo que, liderados por Gonzalo Domínguez, parte de la caballería puso en fuga a los tepanecas, mientras los más sanos fueron a buscar madera para hacer hogueras y poder secarse e Isabel Rodriguez, que fungía como médico, con la ayuda de otras mujeres comenzó a atender a los heridos. Desde ese momento un reguero de españoles fue llegando, a cuentagotas, siguiendo el rastro de los tepanecas sableados que habían dejado los castellanos por el camino, incluso alguno salvó la vida por hacerse el muerto. Fue el caso del piloto Diego de Sopuerta, que a pesar de los flechazos recibidos y una vez que se percató que no había indios en la costa llegó a Otoncalpuco siguiendo el sendero de los muertos y el humo de las hogueras.
Aquel templo resultó realmente milagroso. La altura y los claros permitían la vigilancia y dificultaban las emboscadas y sus paredes dieron cobijo y calor a la exangüe tropa. Incluso localizaron agua en una fuente cercana, no obstante, la situación seguía siendo desesperada. Además de las heridas, (el propio Cortés perdió la movilidad de dos dedos de su mano), hombres y mujeres estaban exhaustos y carecían de víveres. Tenían medio pueblo de Tlacopan al acecho y en cualquier momento el enorme ejército de Cluitáuac se les podría echar encima. Pero tampoco podían huir internándose alegremente en la selva porque entonces los tepanecas les podrían seguir y emboscarlos nuevamente.
La Virgen de los Remedios
En ese callejón sin salida volvió a relucir la genialidad del de Medellín. Propuso salir furtivamente durante la noche, cargando a los heridos en los caballos, pero antes alimentarían especialmente las hogueras para que sus enemigos creyesen que aún estaban en el templo. La estratagema funcionó a la perfección y para cuando los aliados de los mexicas se percataron, la tropa hispano-tlaxcalteca ya le sacaba muchas leguas de terreno. Iniciaban un periplo tremendamente peligroso, pero de momento y gracias a aquel templo habían salvado el pescuezo. Tanto es así que, con una pequeña imagen de la Virgen de los Remedios, habían montado en el templo un altar. Tras la caída de Tenochtitlan, en ese mismo sitio se levantaría la Basílica de la Virgen de los Remedios, que aún perdura en el noroeste de la ciudad de México, como símbolo de aquel milagroso refugio que acogió hace unos 504 años a un grupo de cristianos desesperados.