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Episodio de la revolución de 1854 en la Puerta del Sol, por Eugenio Lucas Velázquez

La 'Vicalvarada', la revolución de 1854 que pudo destronar a Isabel II

El descontento acabó desembocando en un pronunciamiento militar encabezado por el general Domingo Dulce, al que pronto se sumó Leopoldo O’Donnell. Ambos se levantaron junto a sus tropas a finales de junio de 1854 en Vicálvaro

El mes de julio de 1854 fue complicado para España. Lo que comenzó el 28 de junio como un pronunciamiento militar acabó un mes después con la formación de un gabinete compuesto por progresistas y moderados templados o puritanos. Entre medias la Vicalvarada, también conocida como revolución de 1854, un movimiento liberal cuyo carácter defensivo no fue obstáculo para amenazar el propio trono de Isabel II.

Desde 1851, el presidente moderado Juan Bravo Murillo había puesto en marcha un plan para reformar la Constitución de 1845 en un sentido restrictivo. En la práctica, este giro suponía la instauración de un régimen tan conservador como el de Napoleón III en Francia. Una facción del propio partido moderado, los llamados puritanos, no aceptaron dicha política y acabaron uniéndose a los progresistas, que nunca habían sido llamados al poder por parte de la reina. Esta no pasaba por su mejor momento de popularidad. Su desprestigio personal e inmoralidad, achacados a la excesiva y negativa influencia que su camarilla de allegados ejercía sobre ella, se sumaba a la repulsa generalizada hacia su madre. Los escándalos de corrupción de la exregente María Cristina y de su marido, Fernando Muñoz, se confundían con los del gobierno.

Quema de los muebles de la casa de Sartorius, en la revista española La Ilustración

Así, el descontento acabó desembocando en un pronunciamiento militar encabezado por el general Domingo Dulce, al que pronto se sumó Leopoldo O’Donnell. Ambos se levantaron junto a sus tropas a finales de junio de 1854 en Vicálvaro. Tras una pequeña escaramuza de resultado incierto contra las tropas gubernamentales, O’Donnell desistió de tomar la capital. Sus escasos apoyos le obligaron a marchar al sur, en busca de aliados.

Para lograr esto último, uno de sus consejeros, el joven Antonio Cánovas del Castillo, recomendó al general la redacción de un manifiesto en el que plasmase sus intenciones. El texto, dado a conocer el 7 de julio de 1854 en el pueblo de Manzanares, ha pasado a la historia como el Manifiesto de Manzanares. El objetivo era buscar la alianza con los progresistas, desencantados con el régimen isabelino. Promesas como la restauración de la Milicia Nacional o la reducción de impuestos, tradicionales reivindicaciones progresistas, iban en esa dirección.

El contenido de la proclama se conoció pronto en Madrid, y azuzó los ánimos de una ciudad que rápidamente se llenó de barricadas presididas por retratos del general Espartero. Los altercados se sucedieron por toda la ciudad y llegaron hasta las inmediaciones del Palacio Real. Isabel debió ver con terror cómo los revolucionarios asaltaban los hogares de los prohombres del moderantismo y de aquellos que consideraban responsables de sus desgracias. El palacio de Las Rejas, residencia de María Cristina, fue pasto de las llamas la noche del 17 de julio.

Esa misma madrugada, la reina, aconsejada por su madre, llamó a formar gobierno a un militar, el moderado Fernando Fernández de Córdova, que apostó las tropas en los puntos más sensibles de la capital, incluida la plaza de Oriente. Pese a todos sus esfuerzos, el país entero empezaba a mostrar sus simpatías hacia la revolución, a la que se sumaron ciudades como Barcelona. Ni Fernández de Córdova ni los efectivos enviados tras O’Donnell tuvieron éxito y la reina no tuvo más remedio que llamar a presidir el gobierno al ídolo de las masas, el general Espartero. Isabel tenía la esperanza de que, con él a su lado, los ánimos se calmarían.

El veterano militar recibió las noticias en su casa de Logroño y, con excesiva tranquilidad, no se puso en marcha hasta que la reina aceptó sus exigencias, entre las que se hallaba la convocatoria de Cortes Constituyentes. Una vez satisfechos sus deseos, Espartero acudió a Zaragoza, donde se dio un baño de multitudes y, de ahí, partió a Madrid. Al llegar, selló su alianza con O’Donnell con un abrazo ante el entusiasmado pueblo de Madrid y aceptó el encargo de formar gobierno. Comenzaba así el llamado Bienio Progresista, donde este partido gobernaría con O’Donnell y los suyos, a medio camino entre los progresistas y los moderados. Esta coalición se desharía exactamente dos años después de formarse, a mediados de julio de 1856.

La reina se vio obligada a transigir con los progresistas, si bien tan sólo lo hizo durante dos años. No obstante, actuar de esa manera salvó su trono. En los primeros momentos de la revolución y especialmente tras el transcurso de la misma, hubo voces que clamaron por la caída de Isabel II y su sustitución por otra persona más digna del «trono constitucional». La reacción de la reina y, sobre todo, la incapacidad de los sublevados para encontrar un sustituto fiable, sumada a los temores de caer en un régimen excesivamente avanzado, mantuvieron la corona en las sienes de Isabel II durante catorce años más.