Así fueron las últimas horas de Nixon en la Casa Blanca
Su familia le presionó para que no dimitiese, pero en vano, viviéndose en la Casa Blanca escenas surrealistas
«América necesita un presidente que cumpla íntegramente su periodo en el cargo, tanto en la presidencia como en el Congreso, particularmente en un tiempo como el presente en el cual los problemas a los que nos enfrentamos están no solo en casa sino también en el extranjero. Continuar mi lucha para lograr mi reivindicación, absorbería totalmente todo mi tiempo y mi atención, en un periodo en el cual nuestra total atención debería estar puesta en los grandes asuntos de paz en el extranjero y la prosperidad en casa. Por consiguiente, debo dimitir de la Presidencia, para lo cual haré efectiva mi renuncia el mediodía de mañana».
Con estas palabras, pronunciadas en la tarde del 8 de agosto de 1974, hace 50 años, Richard Nixon, acorralado por sus mentiras en el caso Watergate, se convertía en el primer presidente en toda la historia de Estados Unidos que renunciaba al cargo.
Llevaba dos semanas de agonía política, exactamente desde el 24 de julio, día en que la Corte Suprema, por ocho votos a favor, ninguno en contra y una abstención, falló a favor de que el inquilino de la Casa Blanca entregase las cintas –la «pistola humeante»– que contenían las grabaciones en las que daba instrucciones a su jefe de Gabinete, Bob Haldeman, para que la CIA convenciera al FBI de detener la investigación sobre el Watergate «por razones de seguridad nacional».
Cuando la Casa Blanca las entregó el 5 de agosto, Nixon ya había decidido dimitir: desde el 30 de julio, el cerco del impeachment se estrechaba sobre él. Lo que no se sabe bien es cuándo empezó a plantearse la dimisión. Su biógrafo John A. Farrell sostiene que la idea le rondaba la cabeza desde hacía un año. Por su parte, los reporteros de The Washington Post Bob Woodward y Carl Bernstein, que habían liderado con sus exclusivas, y desde el primer día, la investigación sobre el Watergate, sostienen en Los días finales que el 31 de julio el general Alexander Haig, jefe de Gabinete del presidente, admitió que «la cuestión ya no era si el presidente dejaría su cargo, sino de qué forma».
Lo cierto es que el 2 de agosto, mientras pasaba su último fin de semana en Camp David, la residencia campestre de los presidentes, Nixon empezó a redactar su discurso de despedida. El ambiente no era el más propicio: su familia –su mujer Pat y sus hijas Julie (casada con David Eisenhower, nieto de otro presidente) y Tricia– albergaban la «melancólica esperanza», dijo Farrell, «de que la opinión pública no juzgase la conversación del 23 de junio [de 1972, la que mantuvo con Haldeman] como demasiado incriminatoria». Una manera de anticipar la petición que hizo Nixon al pueblo norteamericano cuando decidió entregar las grabaciones: que «las pusieran en contexto».
Pero ya era demasiado tarde. Sin embargo, como apunta Farrell: «vaciló en sus últimas 72 horas en el cargo, mientras su familia le instaba a continuar la lucha. A veces, como cuando dirigió su último consejo de ministros el martes [6 de agosto], seguía proyectando una imagen francamente arrogante».
Las portadas de The Washington Post impactaban como misiles. 6 de agosto; «El presidente admite haber ocultado datos; las cintas muestran que aprobó el encubrimiento». 7 de agosto: «Nixon dice que no dimitirá». 8 de agosto: «La dimisión de Nixon parece inminente». Ese mismo día, tal y como narra en sus memorias, al enterarse de que la Casa Blanca había reservado un espacio televisivo para las nueve de la noche –sabía perfectamente para que era–, dejó claro a su redacción de que no quería «un solo artículo que sugiriera regocijo, alegría ni nada que no fuera profesionalidad».
Entretanto, en la Casa Blanca se vivían escenas patéticas: el todavía presidente ahogando sollozos entre sus asesores y empleados y, pidiendo a Kissinger rezar juntos de rodillas en la Sala Lincoln. «Henry, tú no eres un judío muy ortodoxo, y yo no soy un cuáquero muy ortodoxo, pero necesitamos orar». No se sabe si Dios atendió las plegarias. También fue surrealista el discurso de despedida al personal de la Casa Blanca: «La grandeza llega y te pones a prueba de verdad cuando recibes algunos golpes, algunas decepciones, cuando llega la tristeza, porque si has estado en el valle más profundo puedes llegar a saber lo magnífico que es estar en la montaña más alta».
El 9 por la mañana, tras firmar su carta de dimisión, que cobraría efecto a medianoche, los Nixon, tras despedirse de su sucesor, Gerald Ford y su mujer, Betty, se dirigieron al helicóptero presidencial. «Por último», escribe Farrell, «Nixon se volvió y, con una mueca de dolor, hizo un gesto defensivo, como si quisiera ahuyentar una pena inextinguible. Luego, levantó los brazos hacia el cielo, mostrando la característica V de la victoria, dio media vuelta y entró en el helicóptero».