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El general Riego (1820), por Hippolyte Lecomte

Espartero, Prim o Narváez: ¿fueron los espadones españoles unos imitadores de Napoleón?

Surgieron émulos de Bonaparte en múltiples lugares, generales victoriosos a los que su fama empujó a la arena política. Sorprendentemente, España no fue una excepción. Ahora bien, ¿cuál de todos los «espadones» se asemejó más al corso?

En agosto de 1802, Napoleón Bonaparte daba un paso más en su camino hacia el poder absoluto. ¿Había concluido definitivamente la Revolución Francesa o se consolidaba bajo el liderazgo del general corso?, ¿era Napoleón un «Robespierre a caballo» que pretendía exportar la revolución al resto de Europa o se trataba de un tirano que soñaba con dominar personalmente el mundo entero?

Una década después, el Emperador, convertido ya en el «ogro corso», había caído en desgracia. Gran parte de culpa la tenían los españoles que, junto a las tropas angloportuguesas, frustraron sus planes de invasión y dominio de la Península Ibérica. Su mala fama era generalizada en España, al ser contemplado como el déspota que había tratado de suplantar, con gran violencia, al rey legítimo y deseado por los españoles: Fernando VII.

No obstante, con el paso del tiempo, la leyenda de Napoleón devoró al hombre. Por todo el mundo aparecieron admiradores y defensores de su figura, a la que idealizaron, resaltando sus virtudes y minimizando sus defectos. Así, como demostró el historiador Alberto Cañas de Pablos, surgieron émulos de Bonaparte en múltiples lugares, generales victoriosos a los que su fama empujó a la arena política. Sorprendentemente, España no fue una excepción. Ahora bien, ¿cuál de todos los «espadones» se asemejó más al corso?

Baldomero Espartero fue el único de estos generales políticos que se enfrentó a las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia. Esto, sin embargo, no le impidió plagiar el discurso pronunciado por Bonaparte en agosto de 1802 al convertirse en Cónsul Vitalicio. Espartero, al ser nombrado Regente en mayo de 1841 tradujo del francés las palabras del corso: «La vida de todo ciudadano pertenece a su patria. El pueblo español quiere que continúe consagrándole la vida… yo me someto a su voluntad».

Retrato de Baldomero Espartero, litografía de Santiago Planta y GuerinPicasa / Wikimedia Commons

Espartero, como Napoleón, había obtenido su prestigio por sus victorias en el campo de batalla. Ambos eran los salvadores de la patria, que aparecían en el momento oportuno, siempre victoriosos, para evitar una catástrofe. No obstante, aunque el mito de Espartero le valió ser llamado al gobierno en 1854 e, incluso, ser propuesto como candidato al trono de España, el general, al contrario que Napoleón, rechazó el ofrecimiento. La impericia política de Espartero evitó un mayor engrandecimiento de su leyenda.

El general Juan Prim, además de demostrar su valentía en el campo de batalla hizo gala de unas dotes para la política de las que carecieron otros «espadones». Tras su atentado se llegó a afirmar que herir a Prim era herir la Revolución de 1868. Si Napoleón había culminado o concluido la Revolución Francesa, Prim hizo lo propio con la de 1868 que, además, suponía el fin del reinado de otro Borbón: Isabel II. Inmediatamente después, siguiendo los pasos del corso, inició un régimen acomodado a su ideario y sólo su asesinato impidió su consolidación.

La popularidad de Prim creció y se sustentó, como la de Napoleón décadas antes, en el empleo que hizo de la propaganda. Este debió su encumbramiento a la imbatibilidad en el campo de batalla, especialmente en Italia y Egipto. En ocasiones el resultado de sus batallas era incierto, pero Bonaparte siempre las presentaba como victorias épicas, lo que engrandeció su leyenda. Prim hizo lo propio, especialmente en la Guerra de África (1859-1860), culmen de su trayectoria militar y, a consecuencia de ello, ascenso meteórico al poder político.

El general Prim en la Guerra de África (1865), óleo sobre lienzo de Francesc Sans i Cabot (1834-1881)

Finalmente, el trágico final de Prim podría haberle convertido en un mártir. Algo que no era baladí. Napoleón lo sabía y trató de mostrarse como tal en su destierro en Santa Elena. No obstante, de todos ellos, el mártir político por excelencia fue el general Rafael del Riego, quien llegó, incluso, a ser representado como Napoleón, con bicornio y mano en el pecho. Riego era la personificación de la revolución de 1820 y sinónimo de libertad. Su ajusticiamiento en 1823 no hizo más que acrecentar su leyenda.

Por su parte, los más conservadores trataron de mostrar a Riego como un Napoleón español, pero subrayando su faceta de tirano. Aun así, estos encontraron su Bonaparte en el general Ramón María Narváez. Liberal en su juventud, acabó siendo el líder más destacado del Partido Moderado. Ningún político del siglo XIX desempeñó tantas veces la presidencia del Consejo de ministros. Máximo sostenedor del trono de Isabel II, a su muerte, la reina sólo pudo retenerlo unos pocos meses.

Narváez, pese a su personalidad fuerte, malhumorada y depresiva, era consciente de su pericia política y su fortaleza. Es imposible no ver cierto parecido de carácter entre un Napoleón que afirmaba: «no se les olvide que yo sé más con mi dedo meñique de lo que ellos saben con todas sus cabezas juntas», y un Narváez que decía: «y últimamente, carajo, que se me autorice competentemente, que yo haré milagros, porque yo sé más que Dios».