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La consagración de Napoleón

La consagración de Napoleón

La soberbia del nuevo Emperador: así fue la coronación de Napoleón

Napoleón se negó a recibir la comunión por no estar dispuesto a confesarse, ante lo cual Josefina tampoco lo hizo para no indisponer públicamente a su marido

Tras pasar cinco años como Primer Cónsul de la República Francesa, la carrera política del general Bonaparte llegaba a su auge al ser coronado Emperador el 2 de diciembre de 1804 en la catedral de Notre Dame de París. Al amanecer de ese día, salvo los cortejos del Papa, del Emperador y del archicanciller, ningún carruaje pudo pasar más allá del Palacio de Justicia ante la avalancha de masas de curiosos.

Así, los espectadores se divirtieron viendo correr hacia la catedral, sobre las fangosas calles y bajo un viento glacial, a las mujeres escotadas, recogiéndose las faldas y las colas. En medio de un desorden indescriptible, los invitados se sentaron como pudieron en los bancos instalados en la nave, perpendicularmente al altar. Al fondo de la iglesia, cubriendo el frontispicio central y obstruyendo la nave, se alzaba un gigantesco armatoste de cartón-piedra en el que podían leerse –en letras doradas– las palabras Honor, Patria y Napoleón Emperador de los franceses. Era el trono imperial.

Pío VII contra Napoleón

El público enmudeció cuando apareció la carroza del Papa, forrada de terciopelo blanco, coronada por la tiara pontificia y tirada por ocho caballos grises. Al llegar al palacio arzobispal, Pío VII se revistió con una amplia y pesada capa de paño dorado, y por una larga galería entoldada penetró en Notre Dame. Cuando el Papa puso su pie en la nave principal, un coro de 500 voces cantó el Tu es Petrus (Tú eres Pedro), lo que confirmaba su autoridad, jerarquía y presencia efectiva.

La comitiva pontificia atravesó el templo, atestado de invitados, entre ellos muchos antiguos revolucionarios que habían hecho gala de ateísmo y anticlericalismo, militares y políticos republicanos –adaptados al régimen imperial–, eclesiásticos juramentados, embajadores de las cortes europeas. Pío VII ocupó su sitial, adornado con seda blanca donde se habían bordado en hilo de oro los escudos de la Santa Sede. La llegada de la pareja imperial fue anunciada por los vítores de entusiasmo de la población parisina que resonaron en el interior del templo.

Una carroza imperial deslumbrante de oro apareció arrastrada por ocho caballos ricamente enjaezados. Sobre su techo se pudo apreciar una corona de oro sostenida por cuatro águilas desplegando las alas. Ocho mil soldados de caballería escoltaron a Napoleón y Josefina, mezclados con grupos de músicos, desfilando entre dos hileras continuas de infantería. En el momento en que la pareja imperial atravesó la nave central de Notre Dame, todos los asistentes se levantaron y gritaron «¡Viva el Emperador!» La corta estatura de Napoleón se derritió bajo aquel enorme manto de armiño. Una sencilla corona de laurel –a imitación de los césares romanos– ceñía su frente. Parecía, así, una medalla antigua. Los asistentes notaron su palidez, su emoción y la expresión de su severa mirada, un poco tensa por la ocasión.

Napoleón en su trono imperial, por Jean Auguste Dominique Ingres, 1806

Napoleón en su trono imperial, por Jean Auguste Dominique Ingres, 1806

Las fricciones entre el Papa y el Emperador se desplegaron durante la ceremonia, pues Napoleón se negó a recibir la comunión por no estar dispuesto a confesarse, ante lo cual Josefina tampoco lo hizo para no indisponer públicamente a su marido. Llegado el momento determinado por el ceremonial palatino, Pío VII ungió a la pareja imperial y bendijo sus coronas. Durante dicho tiempo, el Papa recitó:

–Dios Todopoderoso y Eterno que elegisteis a Jazael para gobernar a Siria, y a Jehú, Rey de Israel, por mediación del profeta Elías; que igualmente derramasteis el óleo santo de los Reyes sobre las cabezas de Saúl y de David por el ministerio del profeta Samuel, derramad por mis manos los tesoros de vuestras gracias y de vuestras bendiciones sobre vuestro siervo Napoleón, a quien, a pesar de nuestra indignidad personal, consagramos hoy emperador en vuestro nombre.

Después de bendecir los ornamentos imperiales –la espada, el globo imperial, la mano de la justicia y el collar– Pío VII consagró los dos anillos y las dos coronas.

–Recibid este anillo –declaró– que es el signo de la Santa Fe, la prueba del poder y la solidez de vuestro imperio, por el que gracias a su poderío triunfal venceréis a vuestros enemigos, destruiréis las herejías, mantendréis unidos a vuestros súbditos y permaneceréis perseverantemente unido a la fe católica.

Llegó en ese instante el momento esperado y todas las miradas convergieron hacia el cojín de terciopelo púrpura. Napoleón alargó la mano, tomando la corona de oro que centelleaba, volviendo la espalda al Papa con desenvoltura, miró a la muchedumbre que contuvo, un instante, el aliento y se puso la corona sobre su cabeza.

Quiso demostrar que su poder le venía directamente de sus manos, no de Dios ni de su Vicario en la tierra

Mediante ese gesto calculado, quiso demostrar, ante todos los invitados, que su poder le venía directamente de sus manos, no de Dios ni de su Vicario en la tierra, aunque -en última instancia- no se negaba a recibir su bendición. La coronación de Napoleón no repitió el hecho de la Navidad del año 800, cuando el Papa León III había ceñido personalmente la corona imperial a Carlomagno. Napoleón quería evitar el error del monarca franco, impidiendo que los pontífices adquirieran el derecho de consagrar a sus sucesores. Sin embargo, la medida benefició al propio Pío VII pues no se comprometió hasta el fondo ni en la ceremonia ni en su legitimidad. Su presencia física era real, pero la representativa tenía sus límites.

Josefina se arrodilla ante Napoleón durante su coronación en Notre Dame, pintura al óleo por Jacques-Louis David, 1808

Josefina se arrodilla ante Napoleón durante su coronación en Notre Dame, pintura al óleo por Jacques-Louis David, 1808

Después, Napoleón coronó a su esposa y la pareja imperial se dirigió hacia sus tronos. El Papa llegó a los pies del estrado imperial para la bendición ritual, la cual había resonado por primera vez en la basílica de San Pedro, la Navidad del año 800. Así, se escuchó de sus labios las palabras augurales: ¡Vivat in aeternum semper Augustus! (Augusto vive para siempre). Las arcadas del templo retumbaron con los gritos de «¡Viva el Emperador!» y el estampido de los cañones anunciaron a la multitud el acontecimiento.

Tres días más tarde, en el Campo de Marte, se celebró la entrega de las banderas, las llamadas Águilas Imperiales, que Napoleón otorgó personalmente a sus soldados, tras haberle prestado juramento de fidelidad. Después, se organizó un gran banquete en las Tullerías con todos los invitados a las fiestas de la coronación. Napoleón no sólo se presentaba como árbitro de Francia sino que potenciaba su imagen de árbitro de Europa.

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