El plan de reparto de la América española entre las grandes potencias que nunca vio la luz
En el verano de 1818, desesperado, el Duque de San Carlos por la falta de fruto de sus negociaciones, escribió una larga memoria sobre el crítico estado de la América española y las soluciones que en su opinión se debían tomar
El año 1818 fue un año clave para la supervivencia del Imperio español. Tras años de guerra, las tropas realistas se empezaban a ver empujadas por los avances de Bolívar y San Martín. España estaba exhausta y no podía enviar suficientes tropas ni barcos para apoyar a los generales leales, pero todavía retenía el control de la mayoría del continente. En este contexto se elaboró uno de los planes más misteriosos y desconocidos sobre el futuro del dominio español en América: el plan del Duque de San Carlos, embajador español en Londres.
San Carlos, que era natural de Perú y amigo personal de Fernando VII, llevaba años peleando por conseguir atraer el apoyo británico o, por lo menos, que el gobierno británico detuviese la ayuda clandestina que aventureros y comerciantes ingleses estaban dando a los rebeldes. En el verano de 1818, desesperado por la falta de fruto de sus negociaciones, escribió una larga memoria sobre el crítico estado de la América española y las soluciones que en su opinión se debían tomar. Esta memoria estaba dirigida directamente a Fernando VII y en lugar de remitirla por correo ordinario, San Carlos encomendó a su secretario, Joaquín Campuzano, que viajase personalmente a Madrid para hacer entrega de ella en mano al Rey.
Campuzano hizo el viaje a toda prisa y llegó a Madrid el 11 de julio, trasladándose hasta el balneario de Sacedón, donde se había mudado toda la Corte para uno de los habituales retiros veraniegos de Fernando VII y la Reina y tuvo audiencia con el Rey el 13 de julio. En la memoria que entregó, San Carlos escribía al Rey aprovechando su confianza «como vasallo, como su embajador y, si me atrevo a añadir, como su tan antiguo amigo». Empezaba con un resumen de la crítica situación de los ejércitos realistas en todas partes y la imposibilidad de que España se impusiese por las armas.
Criticaba que pequeños refuerzos enviados a una u otra parte según la urgencia solo servían para evitar el triunfo rebelde pero no para sofocarlo, y cuando llegase el momento en que España no pudiese mandar más, entonces la independencia será cosa hecha «no quedándole entonces [a España] más que los tristes recuerdos de la mucha sangre que inútilmente derramaron sus súbditos en América, y de los inmensos caudales que se emplearon en estas expediciones con las que se agotaron casi todos los recursos de la Nación, la cual no se repondrá ni en 50 años».
La única solución para poder atraerse el apoyo de Gran Bretaña y las otras grandes potencias era compensarlas entregando parte de América a cambio de ayuda
Se debía recurrir, por lo tanto, a las potencias: «La Inglaterra es sin duda la única potencia que por su poder marítimo colosal y por su grande influencia con las demás potencias, podría por sí sola sacar a la España de la difícil y penosa situación en que se halla respecto a sus Américas y respecto al Portugal, pero persuadida como está (aunque lo disimula bastante su Gobierno en las comunicaciones oficiales y verbales) de que su interés está en contradicción con los de España, no debe haber esperanzas de que siga otra marcha que la que se ha visto hasta aquí, la cual por desgracia no ha contribuido más que a empeorar nuestra causa y nuestra situación».
Para San Carlos, la única solución para poder atraerse el apoyo de Gran Bretaña y las otras grandes potencias era compensarlas entregando parte de América a cambio de ayuda. Aunque reconocía que era una medida drástica, explicaba: «habiendo llegado aquellas colonias a un estado de desproporción con la metrópoli, que ha hecho imposible su conservación total, e inevitable su desmembración, parecer ser prudente el anticiparse a este acontecimiento; ¿y cómo podrán emplearse mejor aquellos inmensos territorios (que de día en día se nos van de las manos) que en proporcionar con la cesión de una parte de ellos la sólida posesión del resto?». San Carlos no propuso cesiones claras, pero señalaba que para conservar los grandes virreinatos de Perú y México quizá pudiese explorarse el entregar Santo Domingo o Puerto Rico a Francia o incluso Cuba a Gran Bretaña.
Pizarro, el primer ministro de Fernando VII por entonces, fue muy crítico con este plan: «era extravagante hasta el último extremo. Arreglaba una repartición de la América entre Inglaterra, Rusia, no me acuerdo si Prusia, Austria, y qué sé yo; cosa más disparatada y vergonzosa no podía imaginarse […] Era una especie de testamento, en el que el Rey de España repartía sus Estados entre varios soberanos de Europa». Fernando VII tampoco pareció aprobar el plan, que quedó finalmente en el olvido, y prefirió insistir en restablecer el dominio español por las armas, aunque poco después la revolución liberal de Riego de 1820 daría al traste con las últimas esperanzas de España.