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Soldados leyendo un diario en Alcañiz realizada por Agustín CentellesAgustín Centelles

1938: cuando la prensa se convirtió en propaganda y el periodista pasó de «escribir al dictado»

La Ley de Prensa de 1938, ideada para tiempos de guerra, estableció una férrea censura, creó un Registro Oficial de Periodistas y facilitó la depuración de los informadores poco afectos. A la vez, el franquismo impuso directores a las cabeceras privadas, que padecieron esta «ley contra la prensa»

Muchos de los periódicos españoles que se adherían con entusiasmo al Eje durante la Segunda Guerra Mundial, respaldaron la apertura política anunciada por el presidente Arias Navarro en febrero de 1974. De la censura y la consigna totalitarias se había pasado al «Parlamento de papel»: en el régimen autoritario pugnaban ya los partidarios de la transición democrática. La esforzada labor de alfabetización democrática asumida por la prensa tardofranquista facilitó el tránsito tranquilo a las libertades una vez desaparecido el general Franco. Como indicó Miguel Delibes, el periodista había pasado de «escribir al dictado» a reprimir lo que sentía por temor a ser sancionado, pero la Ley Fraga de 1966 fue el verdadero avance político en cuarenta años de dictadura. Lo reconoció un antifranquista como Gregorio Peces-Barba.

No obstante, al menos dos terceras partes del régimen se desarrollaron bajo una normativa asfixiante y represora. Levantado sobre las ruinas de la Guerra Civil; el nuevo Estado impuso una legislación de excepción auspiciada por su estrella rutilante (y pronto fugaz): Ramón Serrano Suñer, su primer ministro de la Gobernación. «Cuñadísimo» de Franco, el «Jamón Serrano» de los mentideros (su apostura era propia de un galán cinematográfico) auspició la totalitaria Ley de Prensa de 22 de abril de 1938. Esta concebía un periodismo sumiso al Estado; el periódico como un ariete de propaganda; y el periodista como un funcionario complaciente aun cuando cobrase de una empresa privada. Según Justino Sinova, se trataba de «una ley 'contra' la Prensa». Hacía del reportero un «apóstol del pensamiento».

La censura

Puestos bajo el control del partido único, diarios y revistas fueron responsabilidad de un integrista como Gabriel Arias Salgado y de un antiguo fascista (jonsista, para más señas) con ínfulas napoleónicas llamado Juan Aparicio. Ambos serían casi ininterrumpidamente hasta 1962 los pilotos del aparato propagandístico franquista, como vicesecretario de Educación Popular y delegado nacional de Prensa. Delibes, certero nuevamente, apuntó que el «cuarto poder» se había desplazado de la prensa a su Delegación Nacional.

Desde 1951, además, Arias, que se preciaba de salvar almas mutilando fotogramas, fotografías y textos, y Aparicio, que identificaba la monarquía liberal con la «peste borbónica», actuarían como ministro y director general de Prensa, respectivamente. A los censores se les había concedido un palo más grande… y una silla más cómoda.

El acerado brazo del Estado, en un modelo mixto en el que coexistían poco amistosamente periódicos oficiales (del Movimiento) y de empresa, se dejaba sentir en la autorización para editar diarios y revistas, la designación de sus directores, la reglamentación de la profesión (mediante un Registro Oficial de Periodistas) o la formación a través de una Escuela de Periodismo, cuyo título resultaba obligatorio para la colegiación y el desempeño laboral. Todo camino a la depuración parecía escaso.

La censura mostraba entonces dos caras. En sentido propositivo se ejercía en forma de consignas o textos y/o imágenes de obligatoria inserción; en el reactivo se ejercía por medio de la tijera y el lápiz rojo mutiladores de las piezas. Se actuaba así omitiendo determinados nombres, como los de los literatos liberales y republicanos (incluido un Nobel de Literatura como Benavente), los prebostes caídos en desgracia o unos Príncipes de España tan auspiciados por Franco como poco aceptados por el falangismo.

En otras ocasiones se silenciaban los sucesos que podían desmentir la imagen de un Estado fuerte, como las hambrunas o huelgas. Si atendemos a la prensa de entonces, nunca se atentó contra Franco. La internacional, especialmente en los años cuarenta, fue una información especialmente intervenida y centralizada.

Esta legislación puramente bélica se vio, pese a todo, limitada por las tensiones internas entre las «familias» del franquismo (falangistas, monárquicos, «católicos» o tecnócratas). Más adelante, la dureza inquisitorial se vería atenuada por el incumplimiento. Y, finalmente, las nuevas generaciones, ajenas a la Guerra, hallarían portillo para su disidencia en las publicaciones de la Iglesia, exentas de la censura, o las privilegiadas del Movimiento, donde los alevines joseantonianos afeaban el aburguesamiento a sus mayores.

Espacios en blanco en un número de El SocialistaBiblioteca Nacional de España

Anécdotas de lo más variopinto y chusco tuvieron lugar por entonces. Franco, portador del carnet número uno de la profesión, firmaba artículos en el diario Arriba con los seudónimos de Jakim Boor, Hispanicus y Macaulay. Dichas piezas, en las que cargaba contra judeo-masones y marxistas, crearon más de un incidente diplomático. Una de ellas fue censurada por un funcionario tan probo como escasamente informado. También el almirante Carrero Blanco se disfrazaba de Ginés de Buitrago o Juan Español para rebatir la apertura política en tono apocalíptico.

Durante muchos años, una clavija en el Ministerio de Información controlaba la información internacional de agencia antes de que llegara a Asuntos Exteriores. Y, sin embargo, este departamento no tuvo papel ninguno en la fastuosa organización propagandística del viaje de Eisenhower a Madrid, que correspondió a la Oficina de Información Diplomática. El director del citado Arriba fue suspendido secretamente por exceso de celo combativo: había publicado un editorial anglófobo con motivo de una acción de comando británica en la Guinea española de la que no había informado nadie.

El Gobierno depuso al marqués de Luca de Tena de la presidencia de Prensa Española. Y Arias Salgado, convencido de que Stalin obtenía su poder de un pacto con el diablo (el dictador georgiano presuntamente conversaba con él a través de un pozo en el Cáucaso), destituyó a Torcuato, el pequeño de la estirpe, por haber publicado en ABC una fake news estrambótica. La presunta primicia aún hoy sonroja: la mano derecha del interlocutor del diablo, el siniestro Lavrenti Beria, se habría refugiado en España tras caer en desgracia. Deseoso de comprar su asilo en Estados Unidos con los secretos de la URSS, Beria se encontraría detenido por las autoridades franquistas, empeñadas en canjearlo por los divisionarios azules presos en el Gulaj.

La Ley que alumbró el «Parlamento de papel»

Un día de San José, el BOE publicaba la Ley 14/1966, de 18 de marzo, de Prensa e Imprenta, pronto conocida por el nombre de su promotor. La Ley Fraga suponía un avance indiscutible. El vehemente gallego había llegado al Ministerio de Información y Turismo cuatro años atrás para relevar al teólogo de la comunicación quemado por la cobertura del «Contubernio de Múnich», una reunión entre democristianos y socialdemócratas con Don Juan de Borbón como buda de fondo.

La primera apertura de Fraga se ocupó del cine. Su director general García Escudero alivió los criterios inquisitoriales; autorizó La caza, de Saura; y financió El verdugo, filme de Berlanga que presentó en los más prestigiosos festivales extranjeros. En su diario reflejó las dificultades de la obra emprendida: «También el Concilio [Vaticano II] empezó siendo la revolución necesaria y se ha quedado luego en evolución fecunda, que es más de lo que unos admiten y menos de lo que otros desearían».

Fraga se propuso una liberalización prudente y gradual, consciente de las resistencias. Eliminó consignas, centralizó la censura (para aliviarla, primero, y abrogarla, después), favoreció el acceso de los informadores a los ministros (convocando inéditas ruedas de prensa, en las que hoy algunos de nuestros gobernantes eliminan las preguntas), autorizó nuevas cabeceras críticas. La Oficina de la Justificación de la Difusión (OJD) desveló la auténtica penetración de las publicaciones y, con ello, las flaquezas de la prensa oficial. Anteriormente, se chantajeaba a las cabeceras privadas con la limitación de la publicidad y el acceso al papel. Ahora estas medidas se justificaban peor.

Finalmente, la Ley Fraga consagraría desde 1966 las libertades de expresión y de empresa, así como la libre designación de los directores. La eliminación de la censura se vería amortiguada, no obstante, por ciertas limitaciones a su ejercicio; el depósito previo de ejemplares en el Ministerio y la posibilidad del secuestro administrativo. Entre 1966 y 1975 fueron incoados más de 1.200 expedientes y se impusieron numerosas sanciones.

La auténtica restricción al ejercicio de la libertad de prensa estuvo en el artículo 2º de la LPI, que imponía como límites «el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales», entre otras. Enfrentado con el almirante Carrero y los militares más duros, Fraga confiaría que «lo milagroso» fue aguantar esa Ley de Prensa como él lo hizo: «Los que hacen la lista de las sanciones de aquellos años no asistían a los Consejos de Ministros».

Pese a todo, aquella regulación permitió el «Parlamento de papel» del final de la dictadura. El inmovilismo político se cobraría la cabeza del ministro, pero hubo de tolerar unos periódicos que impulsaban la apertura (centrada entonces en las «asociaciones políticas»), el debate público y, sobre todo, explicaban a los españoles en qué consistían las libertades.

Muerto Franco, el primer Gobierno de Juan Carlos I decidió aplicar con generosidad la Ley Fraga, como antesala de su abolición. La mayoría de sanciones afectaron al erotismo rampante y respondían más a la presión de los sectores más conservadores de la sociedad (algunos eclesiásticos o las asociaciones de amas de casa) que a la indisposición de la clase política. Se cuenta que el ejemplar de una revista con contenidos eróticos circuló entre los reunidos durante la tediosa celebración de un Consejo de Ministros.

El decreto preconstitucional de 1 de abril de 1977, en el preciso 38º aniversario del final de la Guerra Civil, derogaba el fatídico artículo 2 de LPI y consagraba la libertad de expresión. Ese mismo día se había disuelto el Movimiento.

El franquismo fue una dictadura que no fue ajena a la mala conciencia. Los censores tiraban la piedra y, en ocasiones, optaban por esconder la mano, como cuando invitaron a dimitir a Torcuato Luca de Tena por el caso Beria. Era peor figurar como perpetradores en una destitución pública. Gran tentación siempre la de ocultar que «el matador fue Bellido/ y el impulso soberano». Las consignas debían publicarse sin que se notara que lo eran porque, Delibes dixit, algunas veces «había que escribir al dictado, pero aparentando que era espontáneo, de que lo escrito le salía al periodista del corazón».

En todo caso, todos estos son recuerdos de un franquismo en cuya reforma y salida no se quiso retroceder. Los franquistas huérfanos de Franco respetaron la legalidad autoritaria para dejar la dictadura atrás por obra y gracia de la Ley Para la Reforma Política. Ahora contemplamos, perplejos, a un Gobierno empeñado en amnistiar a un golpismo que violó la ley democrática para dinamitar nuestras libertades y que amenaza ahora con restringir las libertades de prensa. La letra aún no es muy precisa, pero qué insoportable resulta la música que ya se escucha.