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Felipe González durante el referéndum de la OTAN

Felipe González durante el referéndum de la OTAN

45 años del congreso en el que Felipe González se cargó el marxismo en el PSOE

El gran tema de ese Congreso fue la derrota del Felipe González al intentar cambiar la definición ideológica del socialismo español como partido marxista

Cuarenta y cinco años después del XXVIII Congreso, celebrado en mayo de 1979, el Partido Socialista Obrero Español parece haber entrado en una senda de regresión significativa, aunque, a lo mejor, no tanto. Porque el gran tema de ese Congreso fue la derrota del Felipe González al intentar cambiar la definición ideológica del socialismo español como partido marxista.

Cabe insistir en el concepto de derrota, porque todavía entonces la mayoría seguía anclada en esa mística del marxismo con aspiraciones revolucionarias que había triunfado en tiempos de la República de la mano de Largo Caballero.

La amenaza de dimisión de González como secretario general consiguió transformar el partido. Es decir, consiguió modernizarlo y acomodarlo a la socialdemocracia europea del momento que, dejando al margen al fracasado François Mitterrand, había optado por una opción democrática que huía de aproximaciones a los partidos comunistas. González triunfó porque acabó por evidenciarse que la «modernidad» que aspiraba a representar el PSOE era incompatible con definiciones que apuntaban mucho más al pasado que a ese presente que el partido quería protagonizar.

No fue solamente un cambio endógeno, sino que el socialismo español, igual que el portugués, había sido alimentado con enorme fuerza por la Internacional Socialista, especialmente por el socialismo alemán, que creían que los socialismos ibéricos debían constituir la pata «progresista» de las nuevas democracias arrinconando a los partidos comunistas que parecían tener una posición de predominio por su papel durante las dictaduras. En ambos casos, los resultados electorales demostraron que esa supuesta fuerza era más imaginaria que real.

Pero, en todo caso, sirvió para que el socialismo europeo se implicara con fuerza en crear un PSOE con capacidad real de gobernar. Y para eso era imprescindible acabar con esos vestigios ideológicos y no solo nominales que suponía la definición de partido marxista.

Pero, además, este Congreso resolvió otro tema esencial: el de la definición de lo que el partido consideraba que debía ser la España de las autonomías. Porque igual que en el caso anterior, el programa de máximos del PSOE, expresado, por ejemplo, en 1976, seguía reconociendo el derecho de autodeterminación que, aunque quiera ser interpretado de una forma benigna, no dejaba de ser una apelación a un concepto de contenido determinado y difícilmente equívoco.

El Congreso de 1979 no apagó por completo los rescoldos de esta querencia del socialismo por la idea de autodeterminación de lo que llamaban nacionalidades del Estado o, incluso «ibéricas». Muy mayoritariamente el partido se decantó hacia la idea de España como un Estado compuesto y complejo, descentralizado y basado en la unidad soberana de la nación. No fue solamente una apuesta teórica sino real y concreta, como demostró la apuesta con una idea de igualdad real de las autonomías que llevó a Andalucía a autodefinirse como nacionalidad histórica.

Ello supuso el triunfo, y la aceptación generalizada dentro del socialismo español de la idea de «café para todos». Que, en otras palabras significaba que solo se iba a admitir la especificidad de los conciertos vasco y navarro porque tenían marchamos constitucional.

Pero en determinadas federaciones como la vasca y, sobre todo la catalana, siguió constituyendo un referente ideológico nunca olvidado del todo. De hecho, comenzaron a surgir curiosos eufemismos como el de federalismo asimétrico, que ningún socialista fue capaz nunca de explicar sin verse obligado a admitir que lo que representaba era un concepto de España desigual. Igual que animó a los partidos nacionalistas catalanes a buscar obsesivamente factores de diferenciación, muy en especial, la lengua, convertida por estos partidos en verdadero pilar de construcción «nacional».

En realidad, el socialismo español se vio favorecido por la amplia inconcreción del texto constitucional. Porque este no solo admitía la existencia de dos tipos de autonomías (nacionalidades y regiones), sino que al no cerrar siquiera el marco competencial dejaba claramente abierta la discusión casi eterna sobre el modelo de Estado.

En todo caso, lo que conviene tener presente es que esas ideas de máximos relativas al concepto de estado plurinacional siempre han estado presentes en el socialismo español. Bien es cierto que el poderoso liderazgo ideológico y político de Felipe González contribuyó a disminuir notablemente su presencia en el debate político. Pero siempre ha estado ahí. Por lo que no puede extrañar que haya vuelto a aflorar cuando el socialismo español ha perdido sus anteriores referencias socialdemócratas y se ha convertido en un socialismo posmoderno «del siglo XXI». Es decir, cuando ha mimetizado de forma clara los postulados del populismo neocomunista que afloró con Podemos. Y cuando ese socialismo se ha hecho absolutamente dependiente de los partidos nacionalistas vasco y, sobre todo, catalanes para poder ocupar el gobierno de España. Aunque gobernar sea, evidentemente, otra cosa.

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