Aquisgrán, el congreso en el que las grandes potencias de Europa discutieron el final del Imperio español
Una reunión de tan alto nivel, que contaría con la presencia del zar, el emperador de Austria y el rey de Prusia, serviría inevitablemente para discutir las grandes cuestiones internacionales del momento
Durante 1818 toda la atención internacional de Europa se concentró en el anuncio de un nuevo congreso de las grandes potencias que tendría lugar en Aquisgrán también denominado de Aix-la-Chapelle (topónimo en francés de Aquisgrán). Se trataba de la primera reunión de este tipo desde la clausura del Congreso de Viena que puso fin a las Guerras Napoleónicas en 1815 y la expectación no podía ser mayor.
Oficialmente, el objeto del congreso era exclusivamente tratar las condiciones de la ocupación a la que había sido sometida Francia tras su derrota, pero era obvio que una reunión de tan alto nivel, que contaría con la presencia del zar, el emperador de Austria y el rey de Prusia, serviría inevitablemente para discutir las grandes cuestiones internacionales del momento. Y de todas ellas, la más importante sin lugar a dudas era el futuro de la América española, que llevaba ocho años de larga guerra civil entre independentistas y realistas.
Esta ocasión ofrecía a España una oportunidad única. Si conseguía enviar un representante podría convencer a las grandes potencias de apoyarla en su lucha contra los independentistas americanos. Fernando VII exigió ser invitado, «pues sean los que fueren los asuntos que se traten, la España no puede menos de ser un ingrediente de conciliación en dicha conferencia».
La asistencia de España al congreso tenía que ser aceptada previamente por las potencias convocantes. Rusia intentó abrir el congreso y favorecer la entrada de España, a lo que se sumó Francia. Gran Bretaña, por el contrario, quería mantenerlo cerrado y no quería bajo ningún concepto permitir que España pudiese hacerse un hueco para explotar las divisiones entre las potencias, mucho menos en un tema tan sensible y delicado para los intereses británicos como el de América. Finalmente, se impuso el criterio británico gracias al apoyo de Austria y Prusia.
Cuando se publicó la convocatoria oficial del congreso, España protestó y aseguró que no aceptaría nada sobre América que se tratase sin su presencia. Como señaló el embajador español en Londres, Fernando VII estaba decidido a todos los esfuerzos por retener el imperio:
«Estaba, pues resuelto a todo; que trataría con cualquiera, si era preciso hasta con los mismos Estados Unidos, que enviaría príncipes de su casa, que vendería tierras y aun reinos, que preferiría todo a continuar en un estado de común y progresiva pérdida; y que aunque por hallarse S.M. abandonado de sus amigos se viese reducido a la Península y a lo que salvase por sí solo de sus dominios ultramarinos, siempre quedaría la España una potencia de bastante consideración para poder ocupar en el sistema del mundo el lugar que tuvieron Fernando el Católico, Carlos V y Felipe II en tiempo en que la América ni era conocida ni figuraba».
A pesar de esta acalorada protesta, el congreso se celebró entre octubre y noviembre de 1818 sin presencia española. La cuestión de la América española fue uno de los puntos tratados. Rusia y Francia querían apoyar a España, declarando una mediación de las grandes potencias que obligase a los rebeldes a admitir de nuevo la soberanía española, usando la amenaza de la fuerza o un boicot comercial europeo como presión. El Gobierno británico no rechazaba una posible mediación, pero no quería que hubiese presión. Londres no estaba dispuesto a renunciar a los grandes beneficios que los comerciantes británicos estaban obteniendo del contrabando con los rebeldes americanos y se negó tajantemente al boicot.
El acuerdo final fue convocar una conferencia en Madrid, presidida por el Duque de Wellington, que escuchase tanto a representantes de España como rebeldes, buscando un acuerdo entre ambos sin presión. Esta decisión, una clara victoria británica, quedó en nada porque Fernando VII se negó a aceptar que se le impusiesen decisiones sin ser consultado. España, como dijo, «por sus desgracias no había perdido su dignidad» y desde 1818 hasta su derrota final intentaría defender el imperio sola por la fuerza de las armas.