Dinastías y poder
¿Fue George Washington uno de los padres de la Nación?
En realidad, Washington renunció a una tercera reelección dejando los nacientes Estados Unidos en su vicepresidente Adams, quizá políticamente más capaz
Los norteamericanos idolatran a tres de sus presidentes: Washington, Lincoln y Roosevelt. El padre de la nación, el libertador de los esclavos y el líder demócrata conductor de la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Nada de esto es exactamente así, pero el flujo de la historia puede acarrear la creación de mitos. El primero renunció a una tercera reelección dejando los nacientes Estados Unidos en su vicepresidente Adams, quizá políticamente más capaz.
Lincoln fue asesinado por un actor sudista al poco de comenzar su segundo mandato durante una representación teatral. Roosevelt murió en el ejercicio de su presidencia, cuando los rusos ya le habían tomado la carrera en el frente europeo y en los despachos. Le sucedió Truman, sonriente ante Stalin en Potsdam en el verano de 1945. De lo contrario hubiese habido Roosevelt para rato porque a los yankis les daba seguridad. Aunque la confianza no siempre redunda en eficacia.
George Washington eran un granjero de Virginia. Autodidacta, sin formación académica en el siglo de la Ilustración, pero con la experiencia militar de haber luchado contra los franceses en la Guerra de los Siete Años» (1755-1763). Entonces iba de la mano de los británicos, aunque el antiguo aliado terminase convertido en enemigo.
Él no pasó por una academia militar porque los ingleses no proyectaron en las américas su modelo de sociedad como si hicieron los españoles. Pero aquello le valió para ser designado comandante en jefe del Ejército Colonial, cuando los líderes de las trece colonias, tras el Segundo Congreso Continental, decidieron proclamar la independencia. Washington no tomó parte en el diseño del texto de 1776 que si lleva las firmas de Jefferson o Franklin.
Washington no tomó parte en el diseño del texto de 1776 que si lleva las firmas de Jefferson o Franklin
Después llegó la derrota en Long Island hasta la victoria en Saratoga en 1777, cerca del río Hudson, que determinará la intervención francesa y española en la guerra americana. Porque los españoles también estuvimos ahí. No solo fue Lafayette en Valley Forge. ¿De dónde viene sino Galveztown (Galveston)? La batalla de Yorktown fue la puntilla para los «casacas rojas» de Cornwallis hasta que finalmente se firmó en París el acuerdo que reconocía a los Estados Unidos. Franklin, impresor de la Gaceta de Pensilvania e inventor del pararrayos, convertido en diplomático, fue el representante en Europa de la nueva nación que presumía de que «todos los hombres son creados iguales».
George Washington se retiró a Mount Vernon, el atractivo turístico más visitado de los Estados Unidos, a las orillas del río Potomac. En su plantación se cultivaba algodón y contaba con esclavos, lo que reabría el debate entre algunos de los padres de la nación que no terminaba de aclararse. Como tampoco la cuestión del federalismo o qué iba a pasar con las tribus indias. Asuntos que tendrían que esperar más de seis décadas para poder tomar cuerpo.
Mientras tanto, George Washington continuaba con su aplacible vida hogareña; montaba a caballo, jugaba a las cartas, al billar o decoraba su salón. Una existencia relajada con su esposa Martha y los hijos que esta había tenido con su primer marido, ya que Washington nunca los tuvo propios. Lo mismo hizo con los nietos, tal y como explica John Nassau en su libro The Washingtons, historia genealógica de la familia. Pero el país no terminaba de definirse y de nuevo tuvo que ser Washington quien asumió el puesto de presidente de los Estados Unidos. El primero. Era el año 1789 y repetiría en 1793. La Revolución ya había empezado en Europa. Luego se retiró. No quiso seguir al frente. Dejaba el Ejército subordinado a la autoridad civil.
George Washington murió en 1799. Su legado no fue dinástico, aunque diese nombre a la capital en construcción de la nueva nación. Había sido «el primero en la guerra, el primero en la paz el primero en el corazón de sus conciudadanos». Adams, Jefferson… hubo otros antes de la elección de Lincoln en 1861. Pero quizá para los norteamericanos ellos fueron los más grandes. El primero mitificado como el padre de la Patria. El segundo, el hombre pausado y dialogante, humilde, hecho a sí mismo: la encarnación del ideal americano cuyo espíritu se elevaría a lo más alto tras su asesinato en el Teatro Ford. Uno y otro, esculpidos en el Monte Rushmore.
Cuando en 1933, Roosevelt juró su cargo como presidente de los Estados Unidos, el país era muy distinto al que había tomado George Washington. Tenía el reto de una crisis económica y las tensiones en Europa. Atrás habían quedado las políticas de no intervención en asuntos más allá de América. Aunque los ciudadanos tuviesen muy cerca la «gran depresión». Pero Roosevelt había traído el New Deal y un nuevo liberalismo. Después vino Pearl Harbour: en 1941 los Estados Unidos entraban en la guerra. Les importaba el Pacífico y la expansión de Japón más que la amenaza del comunismo en Europa. Llegó Normandía y la victoria y tras ello, el camino libre para la expansión de Stalin. Roosevelt murió y con Truman y la bomba atómica, los japoneses se rindieron. El mundo entraba en una era nueva de poderosos donde los Estados Unidos poco tenían, ya que ver con el mundo de colonos y «hombres libres» que había conocido Washington.