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Anuncio del gobierno de Primo de Rivera en 1923 en Madrid

Anuncio del gobierno de Primo de Rivera en 1923 en MadridBundesarchiv / Wikimedia Commons

¿Y si el PSOE hubiera estado tras el golpe de Miguel Primo de Rivera en 1923?

Si la actitud de los socialistas antes del golpe suscita sospechas sobre su complicidad, su comportamiento durante la sublevación las reafirma

Uno de los tópicos más extendidos de la historia de nuestro siglo XX es la implicación de Alfonso XIII en el golpe de Miguel Primo de Rivera. Se le atribuye no sólo apoyar los proyectos de instauración de una dictadura, sino también haberlos hecho triunfar. En lugar de sostener al Gobierno constitucional de la Concentración Liberal, el Rey habría nombrado dictador al general sublevado. No hay ninguno de esos presupuestos que sea correcto.

Inspirados en el acta de acusación que aprobaron las Cortes constituyentes de la Segunda República para condenar a Alfonso XIII al destierro y privarle de sus bienes, todos ellos alcanzaron, hasta ahora, categoría historiográfica. Se trataba de mantener incólume el relato de la legitimidad de origen de la Segunda República. Roto el pacto del Rey con su pueblo, era legítimo que el segundo reasumiera la soberanía a través de una revolución y cambiara la forma de gobierno.

Alfonso XIII de España y Miguel Primo de Rivera montados en un descapotable

Alfonso XIII de España y Miguel Primo de Rivera montados en un descapotable

Sin embargo, el historiador no debe ser un fiscal ni un abogado, ni hacer alegatos a favor o en contra de nada. Su tarea es reconstruir la sucesión general de acontecimientos para comprender el pasado y reflejar su complejidad y matices hasta donde sea posible y las fuentes lo permitan. La Historia es la ciencia de lo singular, del detalle; por lo tanto, toda simplificación la falsea.

Como todo ser humano, el historiador tiene prejuicios, parte de hipótesis y posee inquietudes propias, que se reflejan en las preguntas que plantea a su objeto de estudio. No obstante, el contacto con las fuentes y su contraste hacen que los prejuicios se derrumben, las hipótesis se reformulen constantemente para adecuarse a la información disponible y las preguntas iniciales sean reemplazadas por otras más complejas y, sin duda, más relevantes, conforme el conocimiento va desplazando progresivamente a las percepciones y conjeturas.

Por tanto, al historiador le está vedado utilizar el pasado para confirmar un prejuicio, seleccionando únicamente lo que lo ratifique y desechando lo demás. Entre otras cosas, porque si lo que se busca es sostener como real cualquier monomanía, en las fuentes se puede encontrar prácticamente de todo. No otra cosa se ha hecho con Alfonso XIII hasta fechas recientes.

Se toma un reducido y poco contrastado conjunto de declaraciones del monarca, supuestamente contrarias al régimen constitucional; se le atribuyen actitudes ambiguas o sospechosas durante el golpe de 1923; y se extraen testimonios seleccionados sobre su «alegría» o «alivio» tras el éxito de la sublevación, sacándolos de una conversación más amplia en la que el Rey niega cualquier connivencia con los militares sublevados. Todo ello se aísla del contexto general de los acontecimientos, añadiendo especulaciones gratuitas y un puñado de datos erróneos, y así se construye un alegato contra el «Rey perjuro».

¿Se imaginan lo que pasaría si esta manera de hacer las cosas se aplicara, en aquellas mismas circunstancias, a otro sujeto individual y colectivo? Le propongo al amable lector un experimento. Cambiemos a Alfonso XIII por otro sujeto distinto: los directivos del Partido Socialista Obrero Español y el sindicato Unión General de Trabajadores, y su actitud antes, durante y después del golpe de 1923. Prescindimos de cualquier especulación subjetiva para centrarnos, exclusivamente, en hechos y testimonios contrastables.

Un acta de acusación virtual: los socialistas y el golpe de 1923

A un día y a pocas horas del golpe, en la edición de El Socialista del 11 de septiembre de 1923, el máximo dirigente del PSOE y de la UGT, Pablo Iglesias Posse, escribía: «Tremendos son los males que nuestra nación sufre, ¿pero cabe esperar otra cosa de los liliputienses que la vienen rigiendo con la monarquía? Para que aquellos se remedien o experimenten un gran alivio, es preciso que la tempestad que barra a esos pigmeos traiga al poder a hombres de muy distintas cualidades». ¿Acaso conocía Iglesias lo que estaba a punto de suceder?

Más aún, con un respaldo tan explícito del periódico socialista a un «escobazo» que barriera al Gobierno de la Concentración Liberal, ¿no lo estaba alentando? Podría pensarse que Iglesias estaba al tanto y otorgaba, de ese modo, su aquiescencia. Y si el patriarca del socialismo español, enfermo y recluido en su casa, había podido conocerlo, ¿no era muy probable que también lo supieran los dirigentes de su partido y de su sindicato?

Pablo Iglesias PosseReal Academia de la Historia

Desde luego, ello no desentonaría con la historia reciente de los socialistas que, desde el pronunciamiento triunfante de las juntas de defensa en 1917, trataron de allegar apoyos en el Ejército para una sublevación de carácter republicano. De hecho, en 1923 era de sobra conocido que los socialistas patrocinaban un Gobierno de excepción presidido por el general Francisco Aguilera, presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, que era el alto tribunal del Ejército que juzgaba las «responsabilidades militares» por el derrumbamiento de la Comandancia de Melilla en 1921.

Si la actitud de los socialistas antes del golpe suscita sospechas sobre su complicidad, su comportamiento durante la sublevación las reafirma. El día 13 de septiembre, justo en medio del golpe, el PSOE y la UGT convocaron una asamblea en la Casa del Pueblo para la que requirieron el permiso no del Gobierno constitucional, sino del directorio provisional rebelde, poder de hecho en Madrid. La autorización les fue concedida y comunicada por uno de los miembros más destacados de ese directorio, el general José Cavalcanti.

De esa asamblea salió un manifiesto que decía desconocer los propósitos de una «sedición militar» a la que declaraban, dos días antes del advenimiento de Primo de Rivera al poder, «mansamente vencedora». Insinuaban que había sido una iniciativa de Alfonso XIII a través de generales «palatinos», con el designio de librarse de cualquier traba que impidiera su propósito de librarse de las responsabilidades por el desastre de Annual pero, pese a ello, los socialistas pedían a la «clase trabajadora» que se abstuviera de actuar contra los sublevados. A fin de cuentas, remachaba Iglesias, «los más responsables» del golpe habían sido «los partidos burgueses, con su mala, con su pésima política».

El presidente del consejo, el general Primo de Rivera, pronunciando un discurso

Los dirigentes del PSOE y la UGT no limitaron sus actos al manifiesto. Frustraron un acuerdo con los anarcosindicalistas de la Confederación Nacional del Trabajo y con el Partido Comunista de España para responder a la sublevación con una huelga general revolucionaria.

No merecía la pena porque, como transmitieron Pablo Iglesias y Francisco Largo Caballero a Manuel Buenacasa, el enlace cenetista, la dictadura iba a ser «un paréntesis corto». Del dicho al hecho, la UGT de Vizcaya, bastión del socialista Indalecio Prieto, frustró la única tentativa de resistir el golpe, desconvocando a toda prisa una huelga declarada por el PCE. Los socialistas instruyeron, además, a sus diputados provinciales y concejales para que, constituido el directorio militar de Primo de Rivera, continuaran en sus puestos como si nada hubiera sucedido.

Lo que vino poco después es bien conocido: una fructífera colaboración con la dictadura que potenció a la UGT y también, por vía indirecta, al PSOE, que fue de los poquísimos partidos que no fue perseguido. Más aún, Primo de Rivera les eliminó a sus cada vez más incómodos competidores en la izquierda de clase: los comunistas y los anarcosindicalistas. Además, los puestos de poder adquiridos en la nueva organización corporativa de la dictadura y en la administración provincial y local por medio de los «vocales asociados», convertirían a los socialistas, un pequeño partido en 1923, en la formación política más importante de la izquierda española.

A diferencia de los que se usan para implicar a Alfonso XIII en el golpe, todos los indicios expuestos sobre la actitud de los socialistas antes, durante y después del golpe son correctos y demostrables, y el lector que lo desee puede comprobarlo en mi último libro 1923. El golpe de Estado que cambió la historia de España. Sin embargo, un historiador honesto y conocedor de aquellos sucesos detectaría la falta de otros elementos tan relevantes como los anteriores que matizan, rebajan y hasta desmienten la complicidad de los socialistas.

La práctica de ir al pasado a encontrar elementos con los que confirmar un prejuicio, no es historia sino ideología. No es, por tanto, una forma válida de verificar una hipótesis ni de crear conocimiento sino que, por el contrario, lo falsea. Y es justo eso lo que distingue tan radicalmente la historia de relatos como los de la mal-llamada Memoria Democrática, que no puede fascinar a los historiadores, sino exclusivamente a los activistas.