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Armas químicas, el recurso que podría tener en mente Vladimir PutinAFP

Guerra en Ucrania

¿Estamos preparados para una guerra química y bacteriológica?

Si se detectan intentos rusos de vacunar a sus tropas y a sus ciudadanos contra la viruela o similares agentes de guerra biológica: cambiaría la ecuación

En Washington, los funcionarios de seguridad nacional de Estados Unidos ya están planificando el modo de afrontar la posibilidad de que Rusia haga uso de armas químicas y bacteriológicas contra Ucrania. Los últimos informes de inteligencia apuntan esta posibilidad como altamente probable e inminente. La seguridad nacional norteamericana ha trazado ya las posibles respuestas para este nuevo nivel de ataque por parte de Rusia.

El estreno de la guerra química se produjo durante la I Guerra Mundial cuando Alemania, el 31 de enero de 1915, disparó 18.000 obuses llenos de gas lacrimógeno o bromuro de xililo líquido sobre las posiciones rusas en el río Rawka, al oeste de Varsovia, en la Batalla de Bolimov. Por suerte falló, en esta ocasión, debido a las extremas temperaturas que congelaron el contenido de las bombas e impidieron que se vaporizasen.

Pero la historia de la guerra química viene de mucho tiempo atrás:

En la antigüedad, Alejandro Magno usó cal viva con azufre y cenizas para obtener un polvo tóxico respiratorio y que irritaba la piel. En la guerra del Peloponeso, que narra Tucídides, cuando los espartanos trataban de conquistar una fortaleza ateniense, se utilizaron humos irritantes a base de azufre.

Arquímedes, el famoso físico de la antigüedad, inventó el «fuego griego» que destruyó parte de la flota romana que pretendía tomar Siracusa. El llamado «fuego griego» estaba compuesto de resina, azufre y petróleo. Más tarde, los bizantinos a partir del siglo VI empleaban esta sustancia en las batallas navales porque ardía en contacto con el agua, e incluso debajo de ella.

Batalla de Midway, el portaaviones estadounidense USS Yorktown en el momento de ser impactado por un torpedo japonés durante la batalla

En el siglo XIII, Hassan al-Ramnah inventó el primer torpedo hecho con dos hojas metálicas rellenas de nafta, limaduras de metal y salitre, se movía por la superficie del agua impulsado con un cohete y mantenido en su curso por un pequeño timón. En el siglo XV se usaron productos cáusticos e irritantes en la batalla naval de Ponza, que enfrentó a genoveses contra aragoneses.

En los siglos XV y XVI los venecianos emplearon venenos introducidos en municiones de morteros, contra los turcos. En el siglo XVII, comenzaron a usarse granadas fumígenas y proyectiles con trementina y ácido nítrico en la artillería. En Sévres, en 1830, se fabricó un primer proyectil de artillería para cañón que contenía agresivos productos químicos combinados por el farmacéutico francés Lefortier. En la Guerra de Crimea (1853-1856) se usó dióxido de azufre y proyectiles con tetrametildiarsina en la toma de Sebastopol. En la Guerra Civil Norteamericana se utilizaron proyectiles con cloro, ácido cianhídrico, compuestos de arsénico y otros materiales venenosos.

Lo que sí marca la Primera Gran Guerra es el uso masivo y sistemático de este tipo de armamento y, en general, de lo que se consideran «armas de destrucción masiva». Se inició con éxito con cloro, por parte de Alemania, en el frente oriental, en 1915 afectando masivamente a las tropas británicas y canadienses. Las deficiencias del cloro quedaron superadas con la introducción del fosgeno, utilizado inicialmente por los franceses bajo la dirección del químico francés Victor Grignard.

Poco después, los alemanes, bajo la dirección del químico alemán Fritz Haber, aumentaron su toxicidad. Este uso científico en la guerra horrorizó a la sociedad y a la comunidad internacional por lo que el Protocolo de Ginebra de la Sociedad de Naciones prohibió el uso de agentes químicos y biológicos en la guerra.

Esta convención se mantuvo, en gran medida, durante las guerras que siguieron, aunque algunos países, entre ellos Estados Unidos y la Unión Soviética, siguieron desarrollando armas biológicas y químicas agresivas.

Putin podría recurrir a estas horribles armas en su intento de romper el espíritu de los ucranianos y forzarles a una rendición incondicional. Rusia puede usar este tipo de armas controlando, a su vez, los peligros para sus tropas equipando a sus soldados con material de protección. La liberación de agentes químicos, como el sarín, el cloro, el fosgeno y el gas mostaza podría darse y, de hecho, ya se han usado eventualmente en Ucrania. Rusia ya aceptó y apoyó tácitamente los ataques químicos de Bashar al-Ássad contra su propio pueblo. Ássad utilizó gas sarín en múltiples ocasiones durante 2013 y Moscú hizo poco para detenerlo, a pesar de la «línea roja» declarada por Barack Obama. Bashar al-Assad acabó lanzado más de 300 ataques químicos durante la guerra civil siria causando miles de muertos.

Cartel ruso del comienzo de la Guerra ruso-japonesa,1904

Atacar a la población civil con estas armas representaría un cambio táctico por parte de Putin, quien no ha mostrado, en lo personal, ningún reparo en utilizar agentes venenosos contra sus enemigos políticos: ordenó el asesinato de Alexander Litvinenko, desertor y crítico con Putin, con polonio radiactivo en 2006; también envenenó a otro desertor, Sergei Skripal, en 2018; y atacó al líder de la oposición Alexei Navalny con un agente nervioso, el «Novichok» en 2020.

Las armas biológicas y químicas harían lo que las balas e incluso las bombas no pueden hacer. Los civiles pueden refugiarse más fácilmente de los bombardeos que de los gases o microbios invisibles.

Pero las armas biológicas: ántrax, viruela, peste o un nuevo virus desarrollado artificialmente, mataría a un gran número de civiles y crearía terror a escala internacional. Por muy inverosímil, Europa y Estados Unidos deben prever los peores escenarios y hacer un inventario de los recursos que tienen para hacer frente a estos ataques.

Una sola liberación de ántrax desde un avión o un dron podría matar a miles de personas antes de que los antibióticos necesarios pudieran llegar a los afectados. El primer año de pandemia con la covid ha mostrado la ineficacia de la OMS y los gobiernos para afrontar las epidemias. Disponer de antibióticos suficientes y a tiempo para contrarrestar una enfermedad y evitar miles de muertes es complejo. Expandir un arma bacteriológica con el flujo migratorio actual extendería fácilmente la enfermedad y responder con los antídotos necesarios y compartirlos es impracticable.

Si se contaminase con ántrax una ciudad ucraniana se quedaría como Chernóbil tras el accidente radioactivo, pero, en este caso, bacteriano una tierra de nadie inhabitable. Un agente biológico que se transmita de humano a humano sería aún más desastroso, aunque las agencias de inteligencia consideran muy poco probable que los rusos sean tan imprudentes de liberar un agente tan mortal y expansivo como podría ser la viruela; si las fuentes de inteligencia detectan intentos rusos de vacunar a sus tropas y a sus ciudadanos contra la viruela o similares agentes de guerra biológica: cambiaría la ecuación.

Lo cierto es que responsables de seguridad de EE.UU. y de la OTAN se están reuniendo con estos asuntos sobre la mesa, para preparar una prevención eficaz contemplando estos tipos de agresión. Europa debe estar preparada para ampliar sus propias medidas con reservas de vacunas, medicamentos y otros suministros para proteger a Ucrania y a sus propias poblaciones.