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Las personas que rechazan el proyecto de nueva constitución celebran después de conocer los resultados de la votación parcial del referéndum, en Santiago

Las personas que rechazan el proyecto de nueva constitución celebran después de conocer los resultados de la votación parcial del referéndum, en SantiagoAFP

Análisis

Chile escoge la sensatez

Si hay una derrotada en el plebiscito de anoche, es esa noción venenosa de que el país debía romper con sus tradiciones

La victoria no deja lugar a dudas. El electorado chileno rechazó abrumadoramente la propuesta redactada por la Convención Constitucional y propinó un golpe durísimo al presidente Gabriel Boric, quien se la jugó sin ambages por el Apruebo. Ahora lo que viene es un ciclo de negociación para definir cómo seguirá el proceso constituyente chileno, un camino que ha estado plagado de votaciones con resultados contradictorios.

La incertidumbre persiste, pero Chile se ha sacado un buen peso de encima. El borrador constitucional que presentó en julio pasado la Convención, después de un año de trabajo, contenía iniciativas peligrosas, algunas incluso explosivas, que, de ser aplicadas, hubieran conducido al país al marasmo y la división. La izquierda extrema, que dominó la Convención con una mayoría total, desperdició una oportunidad única en su historia.

Mientras sus convencionales convirtieron la instancia en un circo que despertó el repudio de la ciudadanía, sus líderes e intelectuales escribieron un documento que proponía la creación de un estado plurinacional, la eliminación del Senado, amplias atribuciones y poder de veto para las minorías indígenas, la politización del Poder Judicial, el aborto libre, la eutanasia, la introducción de la perspectiva de género en toda clase de dimensiones y límites al derecho de los padres para velar por la educación de sus hijos, entre otras arbitrariedades. El texto era la expresión de lo que en Chile se ha llamado el «octubrismo»: la idea refundacional que inspiró la violencia que sufrió el país en el estallido de octubre de 2019 y los meses que le siguieron.

Si hay una derrotada en el plebiscito de anoche, es esa noción venenosa de que Chile debía romper con sus tradiciones para crear desde la odiosidad ideológica una nación nueva dibujada por un pintor loco. El octubrismo ha recibido, por fin, su merecido. Ha sufrido una paliza en la urna electoral. Podrá seguir pataleando, quemando, destruyendo, asustando y sembrando resentimiento, pero su pretendida legitimidad ha sido aniquilada.

Junto con el octubrismo, el otro gran derrotado es el presidente Gabriel Boric. El mandatario actuó al filo de la ilegalidad al intervenir de la manera en que lo hizo en favor de la campaña del Apruebo. Apostó fuerte y perdió mucho, como suele ocurrirles a los tahúres inexpertos. Boric ha decepcionado con un gobierno que ha hecho más noticia por sus errores –algunos de ellos dignos de un amateur– que por sus aciertos, con ministros que simplemente no han dado la talla y un liderazgo casi inexistente. Los problemas se amontonan sin solución en su despacho, desde el alza de la delincuencia hasta la violencia de grupúsculos indígenas radicalizados (el Rechazo triplicó al Apruebo en las regiones sureñas del conflicto mapuche), pasando también por una inmigración irregular que no cesa y una economía que no genera empleo, crece apenas y se encamina a una recesión.

Boric enfrenta ahora una alternativa crucial: o se reinventa en un esfuerzo por rescatar un gobierno que, apenas con seis meses de vida, necesita el oxígeno de nuevos aliados de centro, o hace un cambio cosmético y continúa tratando de salvar lo que no funciona con sus aliados comunistas. En cualquier caso, el Presidente deberá cambiar su gabinete de ministros, gastado por errores y gaffes. La manera en que lo haga será reveladora: si elige la primera opción, quizás pueda tomar aire fresco, aunque será tildado de traidor por la izquierda radical de la que proviene; si escoge el segundo camino y cambia para que todo siga igual, se convertirá en un rehén del Partido Comunista, su socio más experimentado y hábil.

Las complicaciones de Boric no solo provienen desde el frente interno. La propuesta de la Convención y el pésimo manejo de La Moneda han conseguido algo que hasta hace unos meses resultaba impensable: la unión de la derecha y la centroizquierda. Aunque se trata de un pacto por conveniencia, la posibilidad de que una alianza así termine cuajando debe ser la peor pesadilla de la izquierda. Todavía es muy prematuro para augurar una coalición amplia de este estilo, pero la sola perspectiva de que ello ocurra constituye una de las novedades más sugerentes de la campaña del plebiscito. La dulzura de la victoria puede constituir un pegamento para un pacto instrumental inesperado.

Los actores políticos deberán ahora acomodarse al nuevo escenario. Derrotado el radicalismo estéril, es la hora de la sensatez. Pero no ha sido esta una virtud que desplieguen con habitualidad los miembros de la élite política chilena, aislados en una torre de marfil por su desconocimiento del país que representan y carentes de valentía y visión para procesar adecuadamente las demandas ciudadanas.

El resultado claro de anoche ofrece una salida y despeja el camino, pero no asegura el fin de los tiempos complejos.

Los chilenos expresaron ayer que no están dispuestos a cualquier cambio, menos a uno que empeore todo con una ideología destructiva y sectaria. Han mostrado un realismo ejemplar. Quieren oportunidades para desarrollarse en un clima sin violencia, con una cancha pareja y con políticos dedicados a promover el bienestar general. No quieren castas abusivas ni grupos de iluminados sectarios.

Es difícil saber si la clase política chilena está lista para proveer lo que la población demanda. Como ocurre en todas partes, Chile sufre una crisis de liderazgos y un vacío de ideas. Esto se debe a que, aunque pasa por cuestiones institucionales, electorales y partidistas, la crisis política chilena es, en el fondo, una crisis moral. Son muy pocos los que están dispuestos a reconocer ese encuadre para los problemas que vivimos en este país, pero eso no lo hace menos cierto. Nuestro legalismo a menudo nos conduce a creer que una sociedad y sus complejidades pueden componerse redactando una buena constitución. Por supuesto que eso ayudaría, pero ilusionarse con que el problema se arregla con unos cuantos artículos bien redactados en una Carta Fundamental es una ingenuidad que raya en el autoengaño.

La democracia no es un sistema moralmente neutro. Es indudable que para funcionar adecuadamente requiere de instituciones sanas, pesos y contrapesos e incentivos bien puestos a través de políticas públicas correctamente diseñadas. Sin embargo, el requisito sine qua non de una democracia sana es que quienes convivan bajo el mismo techo institucional desplieguen virtudes cívicas ineludibles y consensuadas. No hay construcción social que sobreviva a la rapacidad, la mendacidad, el utilitarismo extremo, la miopía y el egoísmo. Al revés, cuando existen voluntad de servicio, espíritu de lucha, honradez, visión y un deseo por operacionalizar el bien común, incluso el más inestable de los edificios gana robustez.

Chile ha tenido generaciones que han logrado mostrar virtudes cívicas cuando el país más las necesitaba. No parece, al menos por ahora, que ese tipo de estrellas pueblen hoy el firmamento político chileno, lo cual augura que los tiempos difíciles persistirán por un rato. En todo caso, el electorado envió ayer un mensaje tan contundente, que nadie puede ignorarlo: para escapar del abismo al que se ha aproximado en los últimos tres años, Chile debe dejar de lado el radicalismo refundacional y abrazar, en cambio, la sensatez del gradualismo. Se trata de un gran paso en la dirección correcta.

  • Juan Ignacio Brito es director del Centro ECU de Estudios de la Comunicación e investigador del Centro Signos de la Universidad de los Andes
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