Francia
Macron sufre un espectacular desgaste un año después de su reelección
Su popularidad está por debajo del 30 %, prueba de su ruptura con la opinión pública, al tiempo que multiplica las torpezas en política exterior
Una vez más, el ímpetu ha jugado una mala pasada a Emmanuel Macron; de visita de Estado en China, el presidente de Francia, preguntado por la escalada de tensión en torno a Taiwán, estimó oportuno responder que «lo peor sería pensar que los europeos debemos ser 'seguidistas' en este tema y adaptarnos al ritmo estadounidense y a una sobrerreacción china».
406 días de guerra en Ucrania
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Tamaños visos de neutralidad y de equiparación entre Washington y Pekín ha provocado, como era de esperar, airadas reacciones entre los aliados occidentales de Francia.
Si Macron pensaba escudarse en la política exterior para intentar reponer una imagen desmoronada, el resultado es nítidamente contrario al planeado.
La interrupción, a base de abucheos, del discurso pronunciado ayer en La Haya –los Países Bajos son el destino de su segunda visita de Estado en apenas una semana– demuestra que su proyección internacional, excelente hasta fechas recientes, también se marchita.
Su erróneo cálculo de las intenciones de Vladimir Putin en vísperas de la invasión de Ucrania, la pérdida, masiva, de influencia francesa en África o el revés –padecido a manos de Estados Unidos y Gran Bretaña– del pasado septiembre en la venta de tecnología militar a Australia han sido algunos de los episodios que empañaron su autoridad internacional antes del inoportuno comentario de Pekín.
Mas es en el ámbito interno donde su autoridad se devalúa a pasos agigantados. De entrada, un índice de popularidad por debajo del 30 % un año después del inicio de su segundo mandato no había ocurrido a ninguno de sus tres antecesores en el cargo que fueron reelegidos.
Las manifestaciones, a veces violentas, de las últimas semanas son la prueba evidente del nuevo escenario
El autoritarismo elegido para aprobar una reforma de las pensiones –supeditada al fallo del Consejo Constitucional, esperado para el día 14–, completado con un uso distorsionado del artículo 49.3, han provocado una ruptura, puede que irrecuperable, entre el jefe del Estado y la opinión pública. Las manifestaciones, a veces violentas, de las últimas semanas son la prueba evidente del nuevo escenario.
Lo que no esperaba Macron es el reciente desencuentro con Élisabeth Borne, una tecnócrata a la que hizo ministra en el primer mandato y jefa del Gobierno a principios del segundo.
Las declaraciones de la primera ministra abogando por un «apaciguamiento» en el plano social, fueron interpretadas como un cuestionamiento de la estrategia fijada por el presidente de la República, que corrigió en público a Borne. La rectificación comunicativa operada por ambos no ha difuminado el malestar: Macron está en un impasse.
Estirando sus propios límites
Y es el primer responsable de su suerte: su estilo político, mezcla de progresismo en lo social y antropológico, de liberalismo (matizado) en lo económico y de conservadurismo en lo relativo al orden público, lleva meses estirando sus propios límites con la agudización respectiva de cada una de estas tendencias.
Su mayoría parlamentaria, cuyos pilares son su propio partido Renaissance, el centrista Modem y la pequeña formación de centro derecha Horizons, está cada vez más desconcertada, ante las inclinaciones wokistas del ministro de Educación, Pap Ndiaye y la deriva «marimandona» -véase su firme respuesta a recientes disturbios de diversa procedencia- de su colega de Interior, Gérald Darmanin: sin ir más lejos, muchos de los reflejos de este último se asemejan, cada vez más, una reminiscencia de uno de sus ilustres predecesores, Nicolas Sarkozy; incluso, según varios observadores, sus actuaciones recuerdan con frecuencia a las de Charles Pasqua, otro carismático inquilino de la Plaza Beauvau y referente de la derecha dura a lo largo de dos décadas.
El fruto, más bien amargo, de la experiencia del primer año del segundo mandato es, en palabras del sulfúrico y (con cierta frecuencia) lúcido ensayista Patrick Buisson (Le Point, 5 de abril), la puesta en marcha de «un proceso de deslegitimación porque los franceses consideran que el presidente se muestra incapaz de servir al bien común, es decir, garantizar las seguridades vitales, ya sean estas sociales, culturales o de regalía». De las competencias intrínsecas e irrenunciables del Estado, si se prefiere. En Francia, por tradición histórica, los ciudadanos se muestran más exigentes con el poder en relación con el cumplimiento de estos deberes.
Así es, por lo menos, desde el reinado de San Luis. Cada uno de los grandes gobernantes que ha tenido el país, desde Francisco I hasta De Gaulle, pasando por Luis XIV o Napoleón I, se ha afanado en desarrolla este hilo conductor. La pérdida de autoridad, moral y política, de los cuatro últimos ocupantes del Palacio del Elíseo - «seré el último gran presidente», dijo François Mitterrand en un arrebato de certera vanidad-, consciente o inconsciente, ha truncado siglos de continuidad.
Emmanuel Macron fue reelegido hace un año con el apoyo del 38.5 % de los votantes inscritos. El problema es que, dos meses después, los diputados lo fueron con un apoyo inferior al 25 % de los votantes. El bloqueo institucional es evidente. Pero la crise de régime que ciertos observadores auguran, ya se verá.
Ración (casi) diaria de confesiones íntimas
Días antes, el titular de Trabajo, Olivier Dussopt, muy quemado por la reforma de las pensiones, reveló su homosexualidad en una revista muy leída por la comunidad Lgbt; lo mismo hizo a principios de semana Sarah El Haïry, la secretaria de Estado de Juventud. Cabe preguntarse, pongamos por caso, si es lo que más interesa a los jubilados a los que les cuesta llegar a fin de mes. Desconsideración de la política por sus mismísimos responsables.