Europa da la espalda a la socialdemocracia
El 5 de enero de 2002, Costas Simitis, a la sazón primer ministro de Grecia y líder del Partido Socialista Panhelénico (Pasok), anunciaba con orgullo el ingreso de su país en la eurozona, tras haber cumplido –fue el último Estado de los que conforman el euro en hacerlo– con los criterios de convergencia. Oficialmente. En realidad, Grecia, bajo los auspicios de Simitis, había manipulado sus estadísticas para acceder al selecto club de la moneda única.
Por lo tanto, al exhibir triunfalismo, Simitis estaba sentando las bases de la catástrofe financiera que asolaría a su país a partir de 2010 y preparando el hundimiento político del Pasok, del que sigue sin recuperarse, pese a los dos puntos ganados en los comicios del domingo pasado. Bien es cierto que cinco de los seis años que precedieron la catástrofe –a partir de 2004– transcurrieron bajo el Gobierno conservador encabezado por Kostas Karamanlis.
Sin embargo, su estallido acaeció al poco de tomar posesión el socialista Yorgos Papandreu, tercero de su estirpe, que ha pasado a la posteridad, tal vez de forma algo injusta, como el chivo expiatorio de los desmanes del socialismo helénico. Baste decir que de los 160 escaños –mayoría absoluta– de 2009, el Pasok se desplomó hasta los 13 obtenidos en 2015. Si bien los 41 obtenidos hace tres días plasman una ligerísima mejoría, son, en todo caso, muy insuficientes para que la formación antaño hegemónica –en los ochenta y noventa– pueda condicionar a medio plazo el tablero político helénico.
Peor aún lo tiene el Partido Socialista de Francia, Ps, cuya candidata a la última elección presidencial, Anne Hidalgo, alcaldesa de París desde 2014, fue incapaz de rebasar el 2 % de los votos. La bajada a los infiernos de la formación refundada por François Mitterrand en 1971 empezó, paradójicamente, un año antes de la victoria electoral de François Hollande: en mayo de 2011, el think tank Terra Nova, vinculado al ala liberal del Ps publicó un informe de más de 80 páginas en el que recomendaba al partido forjar una «nueva coalición con el rostro de la Francia de mañana: más joven, más diversa, más feminizada, más diplomada, urbana y menos católica», similar a la «coalición que llevó al poder a Barack Obama» en Estados Unidos.
En suma: se trataba de abandonar a las clases populares y obreras, que durante generaciones constituyeron el grueso de sus votantes, para pasar a depender de las minorías étnicas y sexuales y de los sectores sociales beneficiados por la globalización. A los dirigentes socialistas, conscientes del efecto devastador que se avecinaba, les faltó tiempo para distanciarse del informe: en 2012, Hollande accedió al Elíseo con un discurso izquierdista, caracterizado por su frase «mi enemigo es el mundo financiero», pronunciada en el multitudinario mitin de Le Bourget.
Las complicaciones surgieron cuando la realidad impuso al presidente y sus gobiernos sucesivos una gestión que se asemejaba a lo enunciado por Terra Nova, desde la legalización del matrimonio homosexual a la austeridad presupuestaria, sin olvidar la liberalización del mercado de trabajo a través de la ley de 2016. Esa pieza legislativa fue interpretada como una traición por las bases socialistas y amplió la fisura que desembocaría en el desplome de un partido que, hoy en día, es un socio menor de la coalición de izquierda extrema Nupes: todo lo contrario de lo establecido por Mitterrand, cuyo eje estratégico de cara a la conquista del poder giraba en torno a la supremacía del Ps sobre el resto de la izquierda.
Grecia y Francia son los casos más visibles de desmoronamiento de partidos socialdemócratas clásicos en Europa Occidental. En Austria, por ejemplo, el Spö lleva seis años apartado de las coaliciones: en Viena gobierna hoy, y con carácter duradero, una coalición de democristianos y ecologistas, a cuya orientación política general difícilmente pueden oponerse los socialdemócratas. Seis años también llevan fuera del poder en los socialdemócratas en los Países Bajos.
Es más: el último primer ministro procedente de sus filas fue Wim Kok, que gobernó entre 1994 y 2002. Desde entonces, sus herederos han participado de forma esporádica en las coaliciones encabezadas por el democristiano Jan Peter Balkenende y el liberal Mark Rütte, versión batava de Emmanuel Macron, que rige los destinos del país desde octubre de 2010.
De los Países Bajos a Bélgica, donde el último primer ministro socialista, Elio di Rupo, desempeñó las funciones entre 2011 y 2014. Y era el primero de su formación en asumir el cargo desde Edmond Leburton en 1972. El socialismo belga sigue padeciendo en mayor proporción que democristianos y liberales la escisión, basada en motivos lingüísticos, de los partidos nacionales entre 1968 y 1978. Sin olvidar, claro está la fuerte desindustrialización de Bélgica, que ha ido privando al partido de sus apoyos tradicionales.
Este último punto, muy agudizado en Bélgica, es común a todos los viejos partidos socialdemócratas y uno de los motivos de que, en algunos casos, hayan tenido que ceder la precedencia en la izquierda a formaciones ecologistas, impulsadas por el creciente protagonismo de su temática. La ausencia de un discurso político renovado les ha pasado factura. Mientras, los partidarios sin tapujos de la globalización depositan su confianza en formaciones como las de Macron y Rütte y las clases populares se dejan seducir por populismos, ya sean estos de izquierda o de derecha. En ambos casos a costa de la socialdemocracia, a la que ni siquiera rescata la agenda woke, mejor rentabilizada por sus competidores del flanco izquierdo.
Los partidos socialdemócratas aguantan, de momento, en Alemania –gracias al hartazgo producido por la etapa de Ángela Merkel–, en Portugal, Dinamarca y Noruega –por medio de una gestión pragmática– y en España, gracias a una explotación masiva y cínica de los viejos antagonismos ideológicos. En Alemania, sin ir más lejos, la guerra de Ucrania ha obligado al canciller Olaf Scholz y a sus socios a revisar profundamente el programa con el que ganaron las elecciones. Era muy socialdemócrata.