¿Correrá Benjamin Netanyahu la misma suerte que Golda Meir?
Nada desde una perspectiva legal, ni siquiera política, obliga a Benjamin Netanyahu a poner en marcha una comisión de investigación oficial para aclarar los fallos políticos y militares en los meses y semanas que precedieron a la barbarie perpetrada por Hamás el pasado 7 de octubre. Mas la magnitud de la catástrofe hace inevitable que se depuren responsabilidades al más alto nivel del Estado hebreo una vez termine la operación militar. Puede, incluso, que antes.
Antecedentes, en todo caso, hay: por ejemplo, la comisión oficial instituida en 1982, en plena intervención israelí en el Líbano y cuyas conclusiones desembocaron en la renuncia de Ariel Sharon como ministro de Defensa por su pasividad cuando pudo, y no lo hizo, impedir las masacres en los campos de Sabrá y Shatila, llevadas a cabo por milicias falangistas libanesas en una zona controlada por el Ejército israelí.
Existe, sobre todo, el precedente de la comisión presidida por Shimon Agranat –también presidente de la Corte Suprema de Israel– una vez finalizó la Guerra del Yom Kipur, el conflicto que Israel no perdió, pero tampoco terminó de ganar. El equipo liderado por Agranat absolvió de cualquier responsabilidad a la primera ministra, Golda Meir y al ministro de Defensa, el general Moshe Dayan.
Sí cayeron, entre otros, tres generales de alto rango: David Eleazar, jefe de Estado Mayor, el excéntrico Shmuel Gonen, comandante del Frente Sur, y Eli Zeira, jefe de Aman, el servicio de Inteligencia militar de Israel. Sin embargo, la opinión pública tomó mal que únicamente rodaran las cabezas de militares y ninguna de políticos: la creciente y agobiante presión culminó con las dimisiones de Meir y Dayan, pese a que habían ganado las elecciones celebradas después del alto el fuego.
Entre los errores más funestos cometidos por la carismática primera ministra de Israel figuró el haberse fiado del general Zeira –para quien no existía riesgo de un ataque por parte de Egipto y Siria– y haber hecho caso omiso de las advertencias precisas, formuladas por el general Zvi Samir, jefe del Mosad, el servicio de espionaje exterior. Un desacierto que guarda similitudes con el de Netanyahu: a principios de septiembre se negó a recibir al jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, el general Herzl Haleví.
Este último, al comprobar que la autoridad militar no le hacía caso, aprovechó un discurso pronunciado el 11 de septiembre en el transcurso de una ceremonia castrense para responder en modo a la vez sibilino y firme: «Debemos estar mejor preparados que nunca para un conflicto de alta intensidad que podría estallar pronto en varios frentes». Netanyahu replicó por medio de ministros de la derecha religiosa que emprendieron una gira por platós televisivos y estudios radiofónicos para acusar al general Haleví de «querer sembrar el pánico en la población». Ahora, empieza igualmente a hacer mella el tuit publicado el pasado domingo por un antiguo primer ministro, Yair Lapid, que dijo haber avisado a Netanyahu el 20 de septiembre de la inminencia de un ataque.
Tampoco fue escuchado: desde hace ya algunos meses, quien más ha ejercido el cargo de primer ministro de Israel a lo largo de su historia –16 años acumulados en tres periodos distintos– se escuchaba, sobre todo a sí mismo. Lo demuestra la persistente negativa de Netanyahu –imputado en tres sumarios distintos por corrupción– a dialogar con los cientos de miles de manifestantes que se han manifestado, semana tras semana, en contra de su controvertida reforma judicial, desatando una inusitada crispación social en Israel.
Cerrazón, y grave error político, asimismo, al apostar arriesgada y rotundamente –aunque no era el único entre la élite israelí– por una estrategia de seguridad basada en la creencia –hecha pedazos desde el 7 de octubre– de que Hamás, «amenaza contenida», nunca atacaría a Israel en su territorio. Para impedirlo, Netanyahu impulsó un sofisticado sistema de protección de la frontera con Gaza, que contenía incluso componentes digitales. El objetivo era poder trasladar soldados desde Gaza hacia Cisjordania.
Mas al alba del fatídico siete de octubre, los terroristas de Hamás empezaron desactivar los sensores electrónicos y demás dispositivos de detección a lo largo de toda la valla de seguridad, cuya ubicación conocían perfectamente. En principio, estaban diseñados para interceptar intrusiones desde el suelo o incluso bajo tierra a través de túneles. Lo mismo hicieron con los sistemas de tiro automáticos o teledirigidos instalados a lo largo de los 60 kilómetros de muro de protección.
Varios altos cargos israelíes, entre ellos el general Haleví y Ronen Bar, jefe del Shinbet, el servicio de espionaje interior, han admitido sus errores por no haber sabido anticipar adecuadamente los ataques del 7 de octubre. El primer ministro, no. Ésta y otras muestras de cerrazón se le han vuelto en contra. Puede que con carácter irreversible, si bien aún no ha llegado el momento de depurar responsabilidades.
Como escribe Avi Shlaim en El muro de hierro, «el mandato de Golda Meir estuvo marcado por el obstinado rechazo a replantear las relaciones con el mundo árabe. Ella no tenía ninguna empatía con ellos, ni los entendía, ni tenía fe en la posibilidad de una coexistencia pacífica. Esto llevó a una visión simplista del mundo en que Israel no podía hacerlo mal y los árabes no podían hacerlo bien». Concluye quien es uno de los historiadores israelíes más influyentes: Meir «representó, más que ningún otro dirigente israelí, la mentalidad de asedio, la noción de que Israel tenía que parapetarse tras un muro de hierro, la visión fatalista de que Israel habría de vivir para siempre con la espada». Demasiados parecidos con su lejano sucesor en el cargo.