Putin, el mejor abogado de la OTAN
Las palabras del dictador ruso, recogidas ayer por distintas agencias, constituyen la mejor defensa de la Alianza Atlántica que nadie podría haber hecho desde la caída del Pacto de Varsovia
Llevaba mucho tiempo sin hablar de la guerra de Ucrania el presidente ruso. Y no era una mala política porque casi siempre que lo hace provoca reacciones contrarias a sus deseos.
Desde que, en la última reunión del G-20, nos sorprendió con un sentido lamento –ese «debemos pensar en cómo detener esta tragedia» –que venía a confirmar la excelsa talla humana de la que ya había dado muestras en Grozni, Alepo y Mariúpol, el antiguo espía había cedido el protagonismo de la campaña al Capitolio, en Washington.
Es en las dos cámaras del Congreso de los EE.UU., casi paralizadas por las cortas mayorías de signo contrario que las dominan, donde radican hoy todas las esperanzas de que la invasión de Ucrania termine bien para los agresores rusos –es decir, mal– y a satisfacción de sus atolondrados partidarios en Occidente.
Es curiosa la ausencia de noticias del dictador durante las largas semanas en las que, poco a poco, ha ido cambiando el sentido de la marea en el frente. Las cosas parecen ir mejor para las tropas rusas que, como el año pasado por estas fechas, se muestran capaces de salir de sus trincheras, aunque al paso lento de la infantería.
No ha ocurrido lo mismo en la retaguardia, donde la campaña de bombardeo de las ciudades ucranianas que, como regalo envenenado de un sangriento Papá Noel, trajo a los rusos esperanzas de victoria el invierno pasado, no termina de despegar.
Una vez constatado el fracaso de la contraofensiva ucraniana, el silencio de Putin hizo pensar a muchos analistas que el dictador esquivaría la guerra en la campaña electoral previa a las elecciones de marzo.
Putin hizo su aparición en la televisión rusa el pasado día 14, repitiendo los argumentos que ha venido empleando incansablemente durante los últimos dos años
Tiene su lógica, porque no se ha cumplido ninguna de las promesas hechas al pueblo ruso en los primeros días de la invasión y eso, en los países democráticos, suele pagarse caro.
Pero, como Rusia está lejos de ser una democracia funcional –será el propio Putin quien escoja a los candidatos opositores y quien decida el porcentaje de votos que adornará su victoria, particularmente en las regiones ocupadas donde superará ampliamente el 80 %– es posible que se equivoquen.
Por lo pronto, el dictador hizo su aparición en la televisión rusa el pasado día 14, repitiendo los argumentos que ha venido empleando incansablemente durante los últimos dos años.
De toda la batería de declaraciones con la que comenzó la invasión, solo dos parecen desaparecidas en combate: hace muchos meses que no repite que la «Operación Especial va según lo planeado» ni amenaza con los riesgos de una confrontación nuclear.
En cambio, sigue prometiendo que Rusia alcanzará todos los objetivos políticos de la guerra –incluso ha recuperado el mantra de la «desnazificación», que ya apenas se veía en la prensa rusa– aunque ya no hable de plazos para la victoria.
Sigue asegurando que no habrá «más» movilizaciones, con la misma energía con la que antes prometía que no habría ninguna.
Sigue garantizando que, si Ucrania no cede territorio, le obligará a hacerlo por la fuerza, demostrando que cree mucho más en las teorías de Clausewitz, el contumaz prusiano autor del aforismo de que «la guerra es la continuación de la política por otros medios», que en la carta de las Naciones Unidas.
Rusia no tiene ningún motivo, ningún interés, ni geopolítico, ni económico, ni político, ni militar en combatir con los países de la OTANPresidente de la Federación Rusa
De lo que no ha dicho nada Putin es de la manera como piensa rendir Ucrania. Aparentemente incapaz de reclutar un ejército suficiente para la conquista de un país más grande que España –algo que exigiría una movilización general que la sociedad rusa no desea– estos días parece fiar toda su estrategia a lo que ocurra en los EE.UU.
Y, precisamente para influir en el debate en el Congreso norteamericano, ha salido al paso de algunos de los argumentos que el presidente Biden ha empleado para tratar de convencer a los senadores de que no dilaten la aprobación de los cuantiosos fondos que la Casa Blanca solicita para el apoyo a Ucrania.
Decía Biden, y no hay razones objetivas para creerle –se sabe que los políticos, incluidos los de los países democráticos, a veces no dicen la verdad– que si Putin derrota a Ucrania podría invadir a continuación a cualquiera de los países de la OTAN.
Argumentaba el presidente norteamericano que, si ese fuera el caso, los EE.UU. estarían obligados a enfrentarse a Rusia con sus propios soldados desplegados en tierra europea. Entonces saldría mucho más caro parar los pies al alocado dictador del Kremlin.
Me gustaría pensar que las razones de Biden, que en este caso no comparto, tenían por objeto provocar la respuesta de Putin, pero es demasiado bonito para ser verdad.
En cualquier caso, provocadas o no, las palabras del dictador ruso, recogidas ayer por distintas agencias, constituyen la mejor defensa de la Alianza Atlántica que nadie podría haber hecho desde la caída del Pacto de Varsovia.
Recojo sus declaraciones textualmente: «Rusia no tiene ningún motivo, ningún interés, ni geopolítico, ni económico, ni político, ni militar en combatir con los países de la OTAN».
Incluso los más ardorosos rusoplanistas deben reconocer que, si Rusia no tiene nada contra los países de la OTAN, contra los que no lo son sí que parece tenerlo.
Quizá sea la herencia genética del Pacto de Varsovia, pero lo que ha dicho Putin sugiere que el Kremlin no tiene por enemigos a sus enemigos declarados, sino a los amigos que aspiran a dejar de serlo.
Lo que Hungría fue para Nikita Kruschov y Checoslovaquia para Leonid Brézhnev –y ya ven, por cierto, para lo que ha servido el pataleo antihistórico de los líderes soviéticos del pasado– es hoy Ucrania para Putin.
Tampoco el dictador ruso podrá parar el camino de los pueblos del este de Europa hacia la libertad. Pero lo seguirá intentando. En virtud de ese ADN heredado del Pacto de Varsovia, Rusia tiene hoy desplegadas tropas en Ucrania, Moldavia y Georgia, en los tres casos contra los deseos de los respectivos gobiernos.
Los argumentos que da Putin para justificar sus intervenciones militares son tan cambiantes como la meteorología.
Si llueve, se trata de la defensa de los ciudadanos rusos en el extranjero. Si hace sol, parece de justicia recuperar la soberanía de las tierras históricas de la antigua URSS o del imperio de los zares.
Si el día amanece frío el objetivo es crear un nuevo orden multipolar, más justo y pacífico. Y, con cualquier tiempo, se hace preciso frenar la amenazadora expansión de la OTAN. Pero ¿cómo la va a frenar si, en cuanto un país se integra en la Alianza, desaparecen los motivos, los intereses geopolíticos, económicos y militares que llevan a Putin a combatir a sus desprotegidos vecinos?
Las tres pertenecieron al Imperio ruso y a la Unión Soviética, y su independencia llegó de la misma manera y al mismo tiempo que la de Ucrania.
Son tres naciones pequeñas, que abrirían a la marina rusa las aguas del Báltico y estarían indefensas frente a la agresión de su enorme vecino. ¿De verdad no tiene Rusia nada contra ellas? Sólo su pertenencia a la Alianza Atlántica las mantiene a salvo y en paz.
¿Habrá quien, en estas condiciones, se sorprenda de la improbable vocación atlántica de Ucrania? ¿Habrá quien todavía crea que la OTAN no es un factor de paz en el este de Europa? Es, desde luego, una pregunta retórica. Seguro que lo habrá, porque tiene que haber de todo.
Una de las características más sorprendentes de la humanidad es su diversidad. Hay quien cree –o finge creer– que Putin es, en el fondo de su corazón, un hombre sensible, amante de la paz.
También hay quien cree –suelen coincidir– que los aviones comerciales no dejan estelas de condensación, sino que nos fumigan con productos para hacernos más dóciles. Y la diversidad está bien. Bien gestionada, es la base del progreso de nuestra especie.
Hay que respetar a los Galileos y a los Einstein que se mueven entre nosotros y saben ver más lejos que los demás. Pero por cada genio como Napoleón hay un millar de personas que solo creen serlo. Estoy seguro de que el criterio de la mayoría de los lectores de El Debate le permitirá distinguir a unos y otros.