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Juan Rodríguez Garat

Un fin de año sangriento en Ucrania

La única ventaja militar que puede haber conseguido Zelesnki tras su desafortunado ataque a Belgorod es la de haber provocado la dura respuesta rusa con la que ha comenzado el nuevo año

Un edificio en llamas en Kiev tras los bombardeos rusos de NocheviejaGenya Savilov / AFP

La guerra de Putin, cerca ya de cumplir su segundo año, no se detiene. Dos pueblos, el ruso y el ucraniano, siguen pagando con su sangre el sueño imperial del dictador y su grave error de juicio al sobrevalorar la eficacia de su Ejército y despreciar la voluntad de resistencia de aquellos a quienes, cuando le da por ahí, finge considerar sus «hermanos».

Este fin de año nos ha dejado una muestra más de la perversa lógica de la guerra. El Ejército ruso conquistó la ciudad de Márinka. Objetivamente, el logro no es gran cosa: una población de 9.000 habitantes antes del conflicto, muy próxima a la capital de Donetsk, reducida a cenizas por los combates que allí han tenido lugar durante casi diez años. Pero sí tiene valor moral, porque el Ejército ruso –que es quien sostuvo a las milicias independentistas durante la falsa guerra civil previa a la invasión– llevaba intentando tomarla desde 2014.

Como ya ha publicado El Debate, la Fuerza Aérea ucraniana intentó tapar el éxito de las tropas de Putin destruyendo un buque de guerra ruso en la ocupada península de Crimea. Algo sí consiguieron, aunque fuera solo callar al locuaz dictador por unas pocas horas. Seguramente, la pérdida del Novocherkask fue la razón por la que el presidente ruso ni siquiera mencionó la guerra –o, como a él le gusta decir, la «operación especial»– en su tradicional discurso de fin de año. Pero, como cabía esperar –lleva haciendo lo mismo desde el primer día de la guerra– Putin se vengó del pequeño éxito militar de Kiev con un bombardeo masivo de las grandes ciudades ucranianas.

El ataque a las ciudades es –lo hemos dicho muchas veces– un error estratégico, por mucho que una parte del pueblo ruso lo celebre como si fuera una gesta. ¿Cuál es la proporción de rusos a las que la muerte de civiles ucranianos les alegra el día? Me encantaría poder responder a esta pregunta, de la que quizá dependa el futuro de la contienda. Pero, ¿cómo hacerlo si, hace solo una semana, los jueces de Putin condenaron a más de cinco años de prisión a dos poetas por el grave delito de participar en una lectura de poemas contra la guerra?

Fueron solo dos los condenados, y habrá rusoplanistas que deduzcan de este hecho que son apenas un par –y, para más inri, poetas– los rusos que se oponen a la invasión de Ucrania. Pero se equivocan. Aunque no podamos escuchar la voz de los demás, sabemos que el progresivo agravamiento de las condenas por discrepar suele ser el primer signo de debilidad de cualquier régimen dictatorial.

Un error de Zelenski

Cuando la secuencia de acontecimientos posteriores a la caída de Márinka parecía dictada por los estrategas de Kiev a su conveniencia, Zelenski, seguramente por razones de política interna, se ha equivocado ordenando el bombardeo de Belgorod.

Una veintena de civiles rusos lo han pagado con su vida, explicados por los portavoces ucranianos con las mismas pobres excusas que pone Putin para justificar los muertos en Kiev o Járkov: que se trataba de objetivos militares y que la culpa de las bajas civiles la tiene la ligereza de la defensa aérea rusa al apretar el gatillo. Algo que ya hemos oído demasiadas veces al bando contrario.

En todas partes cuecen habas. Habrá muchos ucranianos que valoren lo que la situación tiene de irónica, pero los convenios de Ginebra prohíben las represalias y ya ha corrido demasiada sangre para que, desde Occidente, podamos aplaudir acciones como esta.

Sangre inútil

Lo curioso del asunto es que tanto Putin como Zelenski saben –o al menos lo hacen sus asesores militares– que la muerte de civiles no ayuda a su causa. La historia nos enseña que ningún país se rinde porque el enemigo bombardee sus ciudades. Ni siquiera cuando se consideraba una acción de guerra legítima. No lo hizo Alemania por las 30.000 personas que perdieron la vida en Dresde o las 50.000 de Hamburgo, y mucho menos lo hará Ucrania por las 30 víctimas del pasado día 29 o por las 4 o 5 de la repetición de los ataques el día 2.

Habrá –siempre ocurre– quien justifique la utilidad de los bombardeos estratégicos poniendo como ejemplo la capitulación del Imperio japonés tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Pero –además del pequeño detalle de que los ataques a civiles están prohibidos desde que se firmaron los protocolos adicionales a los convenios de Ginebra de 1977– conviene recordar que, en aquel momento, Japón ya había perdido la guerra.

Mientras tuvo esperanzas de victoria, Tokio aguantó terroríficos ataques con bombas incendiarias que provocaron bastantes más víctimas que las detonaciones atómicas. No son pocos los historiadores que juzgan que estas últimas, aunque legítimas en su época, fueron una crueldad innecesaria.

Efectos contraproducentes

Hamás, una organización terrorista que mantiene ciertos lazos con el Kremlin, espera que los bombardeos israelíes en la franja de Gaza favorezcan a su causa. Por eso los provoca. ¿Por qué Putin, que está informado de lo que ocurre en el Oriente Medio, confía en que en Ucrania las cosas ocurran al revés? ¿Por qué lo hace Zelenski? De hecho, la única ventaja militar que puede haber conseguido el presidente de Ucrania tras su desafortunado ataque a Belgorod es la de haber provocado la dura respuesta rusa con la que ha comenzado el nuevo año.

La del pasado día 2 fue una noche más, como otras muchas desde el comienzo de la guerra. Una noche más en la que Rusia ha consumido decenas de misiles –quizá la producción de dos semanas– en unas pocas horas. Una noche más en la que Putin ha conseguido matar a unos pocos civiles ucranianos, cada uno de los cuales le habrá costado al contribuyente ruso alrededor de cien millones de euros en material militar.

¿Más de lo mismo, entonces? No exactamente. En esta ocasión, Putin ha evitado justificar el bombardeo como un ataque a la energía y, en su lugar, nos ha asegurado que el blanco era la industria de defensa ucraniana.

El cambio de relato del dictador provoca sentimientos encontrados. Por un lado, es un acierto porque evita confesar un crimen de guerra. Ya no promete rendir a los ucranianos por el frío. Al contrario que la infraestructura civil, la producción de armamento es un objetivo militar legítimo. Pero, por el otro lado, se contradice: varias veces se ha vanagloriado Putin ante los rusos de que Ucrania ya no produce nada y solo sobrevive con lo que recibe de Occidente. Si de verdad es así, ¿por qué atacar su industria?

¿Por qué ensuciar la guerra?

Las decisiones de Putin pueden justificarse porque, amordazado el pueblo ruso –o al menos, en la versión rusoplanista, dos de sus poetas– él cree que solo responde ante la historia. Pero, ¿y Zelenski?

No hay ninguna guerra buena, pero la del pueblo ucraniano es de las más limpias de la historia. Es Putin el responsable de la agresión, no provocada y llevada a cabo sin previa declaración de guerra, como tantas veces hicieron los británicos contra España.

Es Putin el culpable de la ocupación de suelo ucraniano con la intención declarada de apoderarse de él y ensanchar el imperio ruso. Históricamente, no suena demasiado horrible, pero es la primera vez que ocurre desde que la humanidad abolió el derecho de conquista tras la Segunda Guerra Mundial. Son Putin y su ejército los responsables de la mayoría de los crímenes de guerra y de todas las violaciones de los derechos que los convenios de Ginebra reconocen a los ciudadanos de los territorios ocupados.

Cuando Ucrania depende tanto de la ayuda extranjera, ¿por qué ensuciar una guerra así, haciendo el juego al enemigo? ¿Por qué convertirla en un intercambio de acciones criminales? ¿Por qué espolear a un pueblo ruso que, hasta ahora, se ha mostrado tan poco dispuesto a combatir que ha obligado a Putin a reponer las incontables bajas de su ejército profesional –y hasta del mercenario– con un elevado porcentaje de convictos, lo peor de su sociedad?

Quizá sea injusto criticar desde el extranjero a un pueblo que se defiende con lo que puede de la invasión del que se consideró segundo ejército del mundo. Un pueblo que lleva casi dos años viendo como sus ciudades son bombardeadas impunemente cada vez que sus militares consiguen una victoria en el frente. Pero, como tantas veces se ha dicho en ocasiones como esta, la aplicación de la ley del ojo por ojo solo produce ciegos. No es eso lo que deseamos para Ucrania en este 2024 que, por desgracia, empieza como el anterior.