¿De verdad viene el lobo ruso?
Lo primero que tenemos que recordar para intentar dar respuesta a estas preguntas es el optimismo natural de las dictaduras. ¿Hay en la historia de la humanidad algún tirano que haya prometido el fracaso de su régimen?
El fracaso del contraataque ucraniano del pasado otoño –que a nadie debería haber sorprendido dado el equilibrio de las fuerzas en el frente– y el relativo optimismo del que hace gala el Kremlin de cara a la reelección de Putin, han provocado una cascada de voces en diversos países europeos que nos alertan de que viene el lobo ruso. Son voces, desde luego, muy minoritarias, pero notables por la categoría de quienes han hecho pública su preocupación, algunos de ellos militares en activo de alta graduación.
Ya se habían dicho cosas parecidas, con mayor fundamento, en los primeros días de la invasión. Pero, ¿y si, como ocurrió en el conocido cuento infantil, esta vez es verdad? Sabemos que Ucrania, la barrera que hoy nos separa del lobo ruso, tiene problemas de recursos, de armamento y de movilización. ¿Quién no los tiene en una guerra larga? Pero ¿son suficientes las dificultades de Kiev para justificar la aparente confianza del presidente Putin? ¿Hay algo más detrás de su postura?
'Juan de los muertos'
Lo primero que tenemos que recordar para intentar dar respuesta a estas preguntas es el optimismo natural de las dictaduras. ¿Hay en la historia de la humanidad algún tirano que haya prometido el fracaso de su régimen? ¿Qué fue de la «madre de todas las batallas»? ¿Cuánto duró el Reich de los mil años?
Quizá alguno de los lectores haya visto la película Juan de los muertos, del director cubano Alejandro Brugués. En clave de humor, nos cuenta la historia de Juan, un ingenioso emprendedor que se hace cargo de los cuerpos de los seres queridos de sus clientes en medio de una epidemia de zombis que sufre La Habana. Una epidemia de la que el gobierno, como no, informa como si se tratara del ataque de un grupo de contrarrevolucionarios dirigidos por los EE.UU.
¿Hay en la historia de la humanidad algún tirano que haya prometido el fracaso de su régimen?
La escena que guardo en la memoria, hacia el final de la película, tiene lugar en la azotea de un edificio. La radio oficial anuncia que los contrarrevolucionarios han sido derrotados y que los ciudadanos pueden volver a sus trabajos. Incrédulo –el escepticismo es un producto inevitable de las continuadas mentiras de los regímenes dictatoriales– el protagonista echa una mirada al exterior y ve las calles de La Habana atestadas de zombis. ¿Qué vería Juan de los muertos desde la azotea del Kremlin después de oír a Putin prometer, por enésima vez, que Rusia derrotará a todos sus enemigos, ya se trate de Ucrania o de Occidente?
Impotencia militar
Lo primero que advertiría el hombre es que, en la operación especial de Putin –término que, con la resignación de los pueblos sometidos, fingiría creer porque, en caso contrario, estaría en la cárcel– pasa el tiempo y se acumulan los cadáveres en ambos bandos, pero no termina de desnivelarse la balanza. No hay resultados suficientemente relevantes para justificar tal carnicería. Ni desnazificación ni desmilitarización ni liberación.
En el frente terrestre, como ocurrió durante el contrataque ucraniano, apenas se avanza. Putin dice que sí, pero tampoco es que eche las campanas al vuelo. En una reciente visita a San Petersburgo ha asegurado que las fuerzas rusas avanzan «casi cada día, poco a poco». Como lo hicieron las ucranianas hasta que, agotadas las reservas, dejaron de hacerlo. Dice además que sus soldados luchan «de manera armoniosa y con confianza». ¿Tenemos que creerle o tomar sus palabras como las del gobierno cubano de la película?
Como referencia, y por no remontarnos al pasado, nos sirve otra declaración hecha estos días en la misma ciudad. En la tardía, pero oportuna inauguración de un monumento a las víctimas de los nazis en el sitio de Leningrado, Putin nos ha asegurado que Rusia persigue alcanzar «las aspiraciones de millones de personas, en todo el planeta, de verdadera libertad, justicia, paz y seguridad». Dicen que la realidad supera a la ficción y, a menudo, es verdad. ¿No es esto mejor que lo de los zombis contrarrevolucionarios?
En la mar, la Flota del Mar Negro no solo no avanza, sino que retrocede. En los últimos meses, Putin parece haber renunciado al bloqueo de los puertos ucranianos, a los que ya ni siquiera contempla en su errática campaña de bombardeos. Como prueba de su fracaso, se ha publicado estos días que Ucrania ha obtenido en el pasado mes de diciembre los mejores resultados del corredor marítimo entre Odesa y los estrechos turcos –hoy unilateral, después de la retirada de Rusia del acuerdo negociado con la ONU– en toda la guerra.
Es, sin embargo, en el aire donde se hace más evidente el fracaso ruso. ¿Cómo hay que entender que, dos años después de comenzada la guerra –no estamos en Rusia y podemos llamar a las cosas por su nombre– lo mejor que pueda hacer Putin para proteger a los ciudadanos vulnerables en Belgorod es facilitar su evacuación? Pues eso es, exactamente, lo que ha hecho en las últimas semanas.
Es en el aire donde se hace más evidente el fracaso ruso
Se debate estos días lo ocurrido con el derribo de un avión militar de transporte ruso, bien dentro de su territorio –70 Km al nordeste de Belgorod– que seguramente llevaba a bordo 65 prisioneros de guerra ucranianos. Su muerte es, desde luego, responsabilidad rusa, que tiene la obligación de protegerlos de acuerdo con el Derecho Internacional Humanitario. El Kremlin asegura que había un acuerdo para garantizar la seguridad del avión que, insisto, estaba bien dentro del territorio ruso. ¿Tan mal están las cosas para la aviación de Putin que necesitan permiso de Kiev para volar dentro de sus fronteras? Parece que sí.
En cualquier caso, si existe tal acuerdo, tendrán pruebas, porque no basta dejar un mensaje en un contestador automático. Mientras no lo hagan, creeremos a Zelenski cuando dice que «es obvio que los rusos están jugando con las vidas de los prisioneros ucranianos». ¿Lo ha hecho a propósito Putin? Seguramente no. Eso ya ocurrió en Olenivka y ha sido condenado por la ONU. ¿Por qué repetirlo? En este caso, parece que se trata de una combinación, en absoluto inusual, de impotencia e incompetencia. Una combinación que le pasaría factura al dictador sino fuera porque la misma impotencia se vive en Ucrania. La historia nos enseña que las guerras nunca las gana el mejor, sino el menos malo.
Cuando, en las primeras fases de la invasión rusa, publiqué un artículo que llevaba por título Tablas sin gloria, no fue solo la habitual cohorte de alborotadores prorrusos la que protestó ruidosamente. También algunos partidarios del régimen de Kiev aseguraron, con la vehemencia propia de las redes sociales, que ni siquiera se molestarían en leer un artículo con semejante título. Aquellos tiempos han pasado y, en este momento, incluso en Ucrania, son muchas las voces que reconocen que no es posible expulsar a las atrincheradas tropas de Putin por medios exclusivamente militares. Hay que resistir, como en su día hicieron norvietnamitas y afganos, hasta que sea la sociedad rusa la que, harta de la guerra, decida cambiar de régimen y reemprender el buen camino.
Descomposición política
Y ¿cómo le va al régimen ruso? La pregunta es importante, porque es cierto que, después de dos años de guerra, los «buenos» –entendiendo por tales a quienes actúan en legítima defensa, que los adultos no deberíamos creer en un mundo de buenos y malos– están cansados. Afortunadamente, para quien quiera prestar atención, el Kremlin también da síntomas esperanzadores.
El más importante de estos síntomas es el incremento de la represión. A las duras penas de cárcel a quien se atreva no ya a criticar, sino a citar la guerra por su nombre, se acaba de unir una propuesta de la Duma que, sin duda, será aprobada en breve: la de requisar los bienes de los desafectos.
El desapego de la sociedad rusa, buena parte de la cual seguramente no se cree que su futuro como nación esté más en juego en Ucrania que en Moscú, se pone de manifiesto por su resistencia a la movilización. Como hemos dicho a menudo, si el Ejército ruso tiene que recurrir a convictos, inmigrantes o mercenarios para completar sus filas no es porque le guste, sino porque la ciudadanía no apoya la guerra. Al menos no hasta el extremo de coger el fusil.
Sin embargo, el arresto y condena de todos los posibles «palomas» da un peso político abrumador a los «halcones» dentro de la sociedad rusa. Por eso, el único debate público que, hasta cierto punto, venía tolerándose era el de los «halcones» más agresivos frente a los moderados, entre los que se encuentra un Putin al que muchos extremistas consideran demasiado contemporizador.
Pero, después de la rebelión de Prigozhin, ni siquiera ese debate está permitido. Recientemente se ha condenado a cuatro años de cárcel a Igor Girkin –un veterano del Ejército ruso más conocido por el alias de Strelkov– por criticar la conducción de la guerra. Lo curioso de este caso es que el convicto es un icono del ultranacionalismo. En absoluto está contra la guerra, sino que denuncia su estancamiento.
En estas circunstancias, la condena de Strelkov ha provocado un cierto debate en redes sociales el que nadie tiene inconveniente en reconocer públicamente su importante papel en la ocupación de Crimea o agradecerle el haber desatado la guerra civil en el Donbás. Méritos, en cierto modo, sorprendentes, porque de cara al exterior Putin asegura que no fueron ellos, sino los propios ucranianos, los que libremente decidieron rebelarse contra Kiev. A Juan de los muertos, más acostumbrado a estas cosas que los ciudadanos libres de Occidente, le parecería divertida la contradicción.
¿Aire para Putin?
No parece que haya motivos para creer que el lobo ruso nos amenace. No, si excluimos la retórica de Medvedev sobre las armas nucleares, afortunadamente muy desacreditada. Impotente para derrotar a Ucrania, no está Rusia para enfrentarse a la OTAN en ninguno de los terrenos.
Sin embargo, la situación no es mejor en el bando ucraniano. Su única esperanza real –y, en cierto modo, el único madero flotante al que puede agarrarse una ONU que se hunde en estos días– está en las dificultades que una guerra larga va a ir creando para Putin y, sobre todo, para quien en su día suceda al dictador. Pero los problemas se dan en los dos lados del frente. Por eso, es importante que los países occidentales demos aire a Kiev, y no a Moscú. Así lo han hecho en estos días, con armas, dinero y acuerdos políticos, Francia, Gran Bretaña y, sobre todo, Alemania. Así lo hará también la UE cuando consiga –que lo hará– poner en su sitio al Gobierno de Orbán.