La ampliación de la OTAN: gato por liebre
Lejos de abrir caminos para la Flota del Mar Negro, el Kremlin ha visto como se le cierran a su Flota del Báltico
No hace falta más que abrir los ojos para darse cuenta de que Rusia no teme a la OTAN. En primer lugar, porque así lo dicen sus líderes.
Putin ha afirmado en muchas ocasiones que Rusia es invencible y, si entendemos esta declaración en sentido estrictamente defensivo –en el exterior se ha apuntado ya algunos fracasos– hay que creerle porque esgrime 6.000 argumentos a su favor. Tantos como cabezas nucleares existen en sus arsenales.
En segundo lugar –más importante para mí, que no me creo casi nada de lo que dice el mendaz dictador– Rusia no teme a la OTAN porque así lo demuestran con sus actos. Si tuvieran miedo a la Alianza Atlántica, ni habrían invadido Ucrania ni nos castigarían de cuando en cuando con sus amenazas apocalípticas.
Es verdad que los perros pequeños se muestran agresivos cuando tienen miedo. Yo lo sé por experiencia, porque a mi bóxer, un pedazo de pan de imponente presencia, le ladraban mucho. Pero ese no es el caso de Putin.
El dictador ruso no solo le ladra a la OTAN –que también ladra Maduro a los Estados Unidos sin ninguna intención de llegar a los dientes– sino que muerde a Ucrania tratando de arrancarle grandes cantidades de terreno.
Putin no es un perro pequeño, sino un depredador. De él se podrá decir que tiene hambre –hambre de gloria, desde siempre asociada a las conquistas territoriales– no que tenga miedo.
Si, después de ser testigos de lo ocurrido en Ucrania en los dos últimos años –una lucha feroz por cada palmo de terreno– todavía discutimos cuáles son las intenciones del dictador del Kremlin no es porque la OTAN aparezca como sospechosa, sino por la facilidad con que el presunto criminal de guerra consigue dar gato por liebre a algunos iluminados en Occidente, amparado en el derecho a la libertad de opinión que aquí consideramos sagrado aunque a menudo sirva para encubrir vergonzantes mentiras.
El gato atlántico
Por liebre, Putin nos quiso dar en los primeros momentos de la guerra la mal llamada «expansión de la OTAN», en realidad una justificada estampida de los países de la órbita del antiguo Pacto de Varsovia por miedo al imperialismo ruso, un gen tan presente en el ADN de zares y comunistas como en los nacionalistas de Rusia Unida. Demasiado he escrito sobre tal contrasentido para volver a ello, pero es curioso que la ración de gato le haya sentado peor al cocinero que a sus clientes.
Si el objetivo de la invasión de Ucrania hubiera sido frenar la expansión de la OTAN –algo, insisto, ridículo, que no solo huele a gato, sino que maúlla por las noches en los tejados y, cuando puede, caza ratones– toda la sangre vertida, todo el capital político invertido por Moscú en su extemporánea aventura imperialista, habría sido en vano. Rusia ya habría fracasado en su campaña.
Previsiblemente, Suecia lo hará en unos pocos meses. Superado el obstáculo del Parlamento turco, queda aún pendiente la firma de Erdogan –quizá condicionada a la aprobación por el Congreso norteamericano de la venta de aviones F-16 a sus fuerzas armadas– y la ratificación de Hungría.
Orbán, siempre desleal a sus aliados, ya sea en la OTAN o en la Unión Europea, estará frotándose las manos y preparando la factura que intentará cobrar por ello. Pero solo los más optimistas entre los rusoplanistas dudan de que, más pronto que tarde, terminará por ceder.
La liebre imperialista
La liebre que Putin intenta hacer desaparecer de nuestros ojos no es otra cosa que una guerra de conquista que, contra lo que esperaba el dictador, tampoco marcha demasiado bien.
Ni en el campo de batalla ni en el tablero geopolítico, donde el único logro de la diplomacia de Lavrov parece ser el florecimiento de las relaciones con el Irán de los ayatolás y con el anacrónico régimen dinástico norcoreano.
Un logro que a algunos rusos de vocación europea –que los hay, aunque no puedan expresarla– les parecerá tan poco estimulante como es para mí el aplauso de los hutíes a la política española en el mar Rojo.
No está en la geopolítica la verdadera causa de esta guerra. Herramienta intelectual útil para el análisis, se ve casi siempre relegada al triste papel de proporcionar pretextos a un agresor al que mueven pasiones más oscuras.
La entrada de Suecia en la OTAN es un golpe tan duro a las aspiraciones imperiales de Putin como la retirada de sus tropas de la orilla occidental del Dniéper
Pero, si lo fuera, a Putin le habrían salido las cosas tan mal en el tablero europeo como en Kiev, Chernígov, Sumy, Járkov o Jersón. La próxima entrada de Suecia en la OTAN es un golpe tan duro a las aspiraciones imperiales de Putin como la retirada de sus tropas de la orilla occidental del Dniéper.
Al contrario que Finlandia, Suecia no tiene frontera terrestre con Rusia. Pero, entre sus costas y las finlandesas, rodean el mar Báltico y lo convierten en una ratonera para la marina de guerra –nunca es mal momento para recordar que la Armada es, por derechos históricos, la española– de la Federación Rusa. Lejos de abrir caminos para la Flota del Mar Negro, el Kremlin ha visto como se le cierran a su Flota del Báltico.
¿Le importa eso a Putin? En absoluto. Sabe mejor que nadie que la política imperialista rusa no puede llegar muy lejos, porque ni tiene los recursos necesarios ni están los tiempos para ello.
Pero a él le basta con que dure lo que dura su reinado. Con este horizonte temporal siempre presente –después de mí, el diluvio– lo único que de verdad molesta al dictador es que la OTAN le arrebate las presas que podrían engrandecer su leyenda.
Al contrario que Ucrania, Georgia o Moldavia, naciones todavía en peligro, o Finlandia y los países Bálticos que ya están protegidas por la OTAN, Suecia no era una de esas presas.
Su integración es valiosa para la Alianza Atlántica por el indudable prestigio internacional de la política sueca, siempre comprometida con la paz. Pero eso a Putin, la verdad, no le dice nada. De ahí lo comedido de su reacción.
Los cómplices del engaño
No quisiera terminar estas reflexiones sin recordar que la invasión de Ucrania tiene sus cómplices. Sin ellos, el engaño de Putin habría fracasado desde el primer día.
Algunos, como China y la India, venden su pasividad por un abaratamiento en la factura de la energía. Es una postura cínica y egoísta, insolidaria con el pueblo ucraniano, pero está dentro de las reglas del juego de la comunidad internacional.
La decisión de Xi Jinping y Modi es hasta cierto punto justificable porque favorece sus intereses económicos y, en el caso de China, también los políticos.
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Más difícil de perdonar es la política de Hungría y Eslovaquia. Ambas naciones fueron invadidas en su día por el Pacto de Varsovia y ambas parecen dispuestas a poner sus conveniencias por encima de las de la Alianza que impide que eso vuelva a ocurrir y de la Unión Europea que asegura su futuro económico.
Sus líderes, Orbán y Fico, siempre encuentran propicia la ocasión para intentar ordeñar a la vaca europea.
Es una política popular en sus países –por eso la siguen, más que la lideran– pero cortoplacista. A largo plazo, nunca es buena la idea de morder la mano que nos da de comer. Ni tampoco lo es mellar la espada que nos defiende.
Además, y según dicen los que entienden de ello –los marinos no nos dedicamos a estas cosas– la vaca no se debe ordeñar más que una vez al día. Dos como mucho. Cada vez que se hace, se pierde crédito y se incentiva la búsqueda de vías alternativas para asegurar que Europa no será siempre rehén del populismo húngaro o eslovaco.
Tampoco la OTAN debiera serlo. La regla de la unanimidad, que es la mayor fuerza de la Alianza Atlántica, es también su mayor debilidad.
Por eso, crece el recurso a coaliciones ad hoc para resolver los problemas de seguridad evitando cualquier posible zancadilla de un aliado oportunista.
Pero siempre hay un camino para retribuir la deslealtad, y todos –y en particular quienes tienen más que esperar de sus aliados– deberíamos tomar nota de ello.