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Juan Rodríguez Garat
AnálisisJuan Rodríguez GaratAlmirante (R)

La caída de Avdivka en manos rusas: culpa de todos

A Putin, la conquista de la pequeña ciudad le garantiza cierta paz social durante algunos meses, los que necesita para completar su farsa electoral

Actualizada 04:30

Los militares ucranianos se preparan para el combate en un vehículo de combaten, en la región de Donetsk,

Los militares ucranianos se preparan para el combate en un vehículo de combaten, en la región de Donetsk,AFP

Mientras decide cuál es el porcentaje de votos con el que ganará las próximas elecciones –en Rusia, los votantes no tienen nada que decir al respecto– el presidente Vladimir Putin ha querido hacerse a sí mismo dos costosos regalos que, la verdad, le hacían mucha ilusión.

El primero de ellos ha sido el asesinato de Navalni. Ha salido caro en prestigio, del que ya no tiene demasiado el régimen del dictador. Pero Putin, la verdad, le tenía muchas ganas. ¿Fue un hecho deliberado o se le ha ido la mano en los malos tratos? Éticamente, la cuestión es irrelevante. Si siento cierta curiosidad es porque me intriga la coincidencia en fechas con el segundo de los regalos, este muy caro en sangre rusa y en munición: la conquista de Avdivka.

Si Putin ha elegido la fecha de la muerte de Navalni, parece extraño que la haya hecho coincidir con el primer éxito de sus tropas desde la caída de Bajmut, hace ya nueve meses. En Occidente, el asesinato del líder opositor ha despertado mucho más interés que la victoria rusa en el frente. Yo no puedo ponerme en la mente de un asesino, pero no me extrañaría que, para Putin, el dilema fuera justo el contrario.

Su intención fuera tapar su crimen con la toma de Avdivka

Es posible que lo que a nosotros nos parece un inconveniente sea para él una ventaja. Quizá su intención fuera tapar su crimen con la toma de Avdivka, que sabía inminente.

La caída de Avdivka

Pero dejémonos de especular sobre lo que Putin pueda tener en la cabeza. Los regalos al dictador ruso no solo los paga él. También los paga la humanidad, que se empobrece con los asesinatos impunes y la conquista de ciudades a sangre y fuego. Ese último es el caso de Avdivka.

¿Por qué se retira el Ejército ucraniano de unas posiciones que llevaba diez años defendiendo? Para explicarlo, permita el lector que le transporte hacia atrás en el tiempo, hasta el año 1741, cuando el virrey Sebastián de Eslava y, a sus órdenes, el teniente general de la Armada Blas de Lezo, defendían Cartagena de Indias. Con fuerzas inferiores, la campaña de los españoles tenía como objetivo retrasar al enemigo todo lo posible. Se trataba de resistir, cambiando el espacio que defendían por el tiempo que necesitaban. Bien sabían ellos que los británicos, víctimas de las enfermedades tropicales y de sus propios errores logísticos, no podrían sostener las operaciones indefinidamente.

Como los ucranianos en Avdivka, los españoles resistieron en el castillo de San Luis de Bocachica, que cerraba la entrada a la bahía de Cartagena, todo el tiempo que fue posible. Pero los éxitos militares no se consiguen solo apretando los dientes. El arte de la guerra deja de serlo cuando traspasa los límites de la lógica.

Como les habrá ocurrido en Avdivka a Zaluzhny y su relevo Syrskyi, la dificultad para los mandos españoles era decidir cuándo retirarse. Demasiado pronto sería ceder una baza al enemigo sin sacarle suficiente partido. Demasiado tarde y se perdería la posibilidad de que los defensores se replegaran ordenadamente. En el debate sobre esta cuestión fue donde comenzaron los desencuentros entre Eslava y Lezo, el único borrón que puede ensombrecer el brillante desempeño de ambos militares, de personalidades muy diferentes pero ambos poco inclinados a dar su brazo a torcer.

En Cartagena de Indias las cosas nos salieron bien. Pero volvamos a Avdivka, donde las discusiones, a pesar de los drones que hoy vuelan día y noche sobre el campo de batalla, pueden haber sonado parecidas. ¿Se han replegado en orden y con seguridad las tropas ucranianas? Si es así, y no lo sabremos con certeza hasta dentro de unos días, Blas de Lezo estaría satisfecho y poco se habría perdido. La ciudad, que antes de la invasión tenía poco más 30.000 habitantes, ya no es de utilidad para nadie. Ha sido destruida en su totalidad después de diez años de combates. Y el avance ruso ha sido tan lento que ha dado tiempo sobrado al Ejército de Zelenski para preparar nuevas posiciones fortificadas donde continuar resistiendo.

Resistir es vencer

Como les ocurría a los españoles en Cartagena de Indias, la baza de Ucrania –la única que tiene, porque Occidente no quiere asumir excesivos riesgos– es el tiempo. Despiertos ya del sueño de ganar la guerra en el frente –un sueño que no tenía más base que la incompetencia demostrada por el Ejército profesional ruso en las primeras semanas de la guerra– resistir para ellos es vencer.

Incluso la Unión Soviética tuvo que retirarse de Afganistán

¿Se parece algo la situación del frente en Ucrania con la de Cartagena de Indias? Los principios de la guerra se mantienen en el tiempo, por encima de la evolución de las armas. Las tropas rusas no sufrirán enfermedades tropicales, pero las guerras son agotadoras, y aún lo son más para los agresores. El coste de una campaña exterior en vidas, prestigio, recursos económicos y malestar ciudadano es alto. Aunque el PIB crezca temporalmente a base de fabricar munición de artillería, el agresor se empobrece económica y moralmente. No está solo el caso de Vietnam para demostrarlo. Incluso una dictadura monolítica como la Unión Soviética tuvo que retirarse de Afganistán tras diez años de esfuerzos baldíos.

La bola de cristal

La Rusia de hoy no cejará su empeño mientras Putin sea su presidente, pero es probable que lo haga después. Y nadie es eterno. Si no lo hace la política, la biología terminará con el dictador. Llegará entonces el momento de que un nuevo líder asuma el poder, apoyándose en el descontento de un pueblo aburrido de la guerra. Será entonces cuando Rusia, como hizo Israel con el Sinaí, ofrezca los territorios ocupados –quizá con la excepción de Crimea, que el pueblo ruso siente como suya, como los israelíes sienten Jerusalén– a cambio de la paz.

La de Ucrania es una anticuada guerra de trincheras, y tiempo es lo que sobra

El futuro no está escrito. Pero el rechazo de la sociedad ocupa en las guerras de hoy el papel de esas enfermedades tropicales que minaron al Ejército de Vernon en Cartagena de Indias. Hace falta mucho más tiempo para sentir sus efectos, pero la de Ucrania es una anticuada guerra de trincheras, y tiempo es lo que sobra. Rusia ha tardado muchos meses en conquistar Avdivka y ha necesitado para ello recibir grandes cantidades de munición de Corea del Norte. Salvo que se desplome la sociedad ucraniana, lo que no parece probable, la aventura de Kiev está totalmente fuera de su alcance. Y, si no cae Kiev, Rusia no podrá rendir a su enemigo. Comiéndose un peón aquí y, después de algunos meses, quizá otro allá, Putin no conseguirá evitar las tablas en una partida en la que no se ve cuál es el posible jaque mate.

Culpa de todos

Basándose en consideraciones exclusivamente militares, muchos analistas occidentales coinciden en restar importancia a la caída de Avdivka. Hay que poner al mal tiempo buena cara pero creo que, por desgracia, se equivocan. La guerra es un hecho político. A Putin, la conquista de la pequeña ciudad le garantiza cierta paz social durante algunos meses, los que necesita para completar su farsa electoral. A Zelenski, le creará problemas internos cuando menos los necesita. Si se repiten los éxitos militares de Putin, por modestos que sean, la sociedad rusa se cansará menos y la guerra se prolongará más. Y eso es algo que, entre todos, podíamos haber evitado.

Stalin murió en la cama con todas las riendas del poder en sus manos

Somos muchos los culpables de dar aire al criminal del Kremlin. Para empezar, el propio pueblo ruso, resignado a que se asesine impunemente a quienes traten de disputar el poder a su dictador, ayer Prigozhin y hoy Navalni. Stalin murió en la cama con todas las riendas del poder en sus manos. Putin, probablemente, hará lo mismo.

Pero también Zelenski tiene parte de la culpa. Después de dos años de guerra, aún no ha conseguido movilizar a su sociedad. La ley redactada para hacerlo va y viene entre el Gobierno y el Parlamento y, mientras se discute si son galgos o son podencos, se mantiene en 27 años la edad mínima para el reclutamiento. Es cierto que, como Zelenski ha defendido, los jóvenes ucranianos tienen que estudiar. Pero quizá se haya equivocado al pensar que, con la ayuda de Occidente, podía ganar la guerra con menos sacrificios de los que exige la situación.

Por último, los países occidentales también tendríamos que haber hecho más. Las armas que necesita Ucrania se le han suministrado en cantidades demasiado escasas y demasiado tarde. Y sigue siendo así. No es solo la fabricación de munición de artillería, en la que parece mentira que Rusia y Corea del Norte puedan soñar en ganar la partida a los países más desarrollados del planeta. También duele en Ucrania que, mientras Rusia empieza a aprender cómo usar su aviación táctica –que en Avdivka, aprovechando que a Kiev se le agotan los misiles antiaéreos, se ha mostrado algo más activa que en otros lugares del frente– los imprescindibles cazas F-16 aún tardarán un año en plantarle cara.

Los únicos que no tienen nada que reprocharse son los soldados ucranianos. Como la guarnición del fuerte de San Luis de Bocachica, ellos han resistido hasta que se les ordenó retirarse. Con su sangre, han comprado tiempo. Es cosa de otros aprovechar mejor ese tiempo de cara al futuro.

Si Kiev toma las medidas necesarias para darles relevo y si Occidente les suministra las armas que necesitan, las tropas ucranianas contendrán al Ejército ruso tantos años como sea necesario. Putin, que tantas veces ha celebrado la victoria que aún no ha conseguido, habrá vendido la piel del oso antes de cazarlo. Exactamente igual que el británico Vernon. O –para qué ir tan lejos– como el mismísimo CIS de Tezanos.

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