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AnálisisFlorentino PorteroElecciones en Estados Unidos 2024

El legado exterior de Biden

La crisis de autoridad que sufre hoy la diplomacia norteamericana no es culpa del presidente demócrata, pero sus intentos por revertir la situación no han fructificado

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en la Sala Este de la Casa Blanca en Washington, DC, EE. UU.EFE

A diferencia de la mayor parte de sus predecesores en la Casa Blanca, Joe Biden sí era un buen conocedor de la política internacional. Años en el Senado como miembro de la Comisión de Asuntos Exteriores y dos mandatos como vicepresidente le habían permitido familiarizarse tanto con los temas como con los más importantes dirigentes extranjeros. Sabíamos cuáles eran sus posiciones, muchas de ellas recogidas en el diario de sesiones de la Cámara Alta. Faltaba por saber si contaba con la destreza apropiada para el ejercicio de la diplomacia, si había acertado en la selección de sus más estrechos colaboradores y si el paso del tiempo no había mermado sus facultades.

A pesar de las serias tensiones que vive hoy Estados Unidos, como el resto de los Estados occidentales, se han logrado establecer algunos consensos en el Capitolio desde el giro impuesto por Barack Obama. Fundamentalmente tres. El primero es el retraimiento. Estados Unidos ni quiere ni puede aislarse, pero sólo se involucrará en aquellos temas que sean de interés nacional ¿Cómo se sabe lo que es de interés nacional cuando se es una potencia global a la que casi todo afecta? El segundo es que China es un rival estratégico que puede suponer una amenaza, al tratar de conformar un bloque de naciones alternativo o ejercer violencia sobre un estado amigo o aliado.

El tercero, íntimamente relacionado con los dos anteriores, es que el primer objetivo político es ganar la revolución digital, garantía de generación de riqueza, de bienestar social y de poder disponer del conjunto de capacidades necesarias para mantener las cadenas de abastecimiento y de distribución, así como la seguridad nacional. Biden, un gran conocedor del Senado, se ha mantenido fiel a los consensos, integrando en su discurso y en su política parte de las posiciones mantenidas en su momento por Donald Trump.

En el teatro europeo supo aprovechar la crisis ucraniana para dotar de nueva vida a una decadente OTAN, en «muerte cerebral», en palabras de Emmanuel Macron. Tras el fracaso de la diplomacia europea a la hora de prevenir la invasión y contener el afán expansionista ruso, la aprobación de un nuevo «concepto estratégico» en la cumbre atlántica de Madrid, en la que se reconocía a Rusia como amenaza y a China como reto sistémico, devolvía a esta organización un sentido. Si en el plano formal es un «sistema de defensa colectivo» dedicado a preservar la libertad y soberanía de los estados miembros, la realidad era que la desaparición de la Unión Soviética había minado seriamente su cohesión y, como consecuencia, la puesta al día de sus fuerzas armadas.

Sin una amenaza clara los presupuestos de defensa habían ido disminuyendo hasta el punto de dañar la operatividad por falta de capacidades. Hoy ya no sólo se debate sobre inversión en defensa sino muy especialmente sobre el papel que la Alianza debe jugar ante estos retos y amenazas. La cumbre de Madrid dio a la OTAN una nueva oportunidad para sobrevivir al cambio de época. Si los europeos la aprovechan o no dependerá tanto de la gestión de la guerra en Ucrania como del compromiso de todos sus miembros en la seguridad global.

La gestión de Obama en Oriente Medio acabó con los equilibrios regionales tradicionales. El inicio de la retirada norteamericana de los teatros afgano e iraquí; la renuncia a intervenir en Siria, cediendo el terreno a Rusia e Irán, junto con el ridículo de la «línea roja» sobre armamento de destrucción masiva; y, muy especialmente, el acuerdo nuclear con Irán, a todas luces insuficiente, convencieron a los dirigentes árabes, ya molestos por la gestión americana de la «primavera árabe», de que habían perdido su garantía de protección. A partir de ese momento buscaron un acercamiento a China, mejorando sensiblemente sus relaciones y equilibrando así su antigua dependencia de Estados Unidos.

La gestión de Obama en Oriente Medio acabó con los equilibrios regionales tradicionales

Una situación que aprovechó Trump para facilitar los «Acuerdos Abraham», por los que se establecía un vínculo de seguridad entre Israel y buena parte de las capitales árabes frente a la amenaza iraní y de los grupos islamistas animados desde Teherán. Ante esta situación, Biden cometió dos graves errores. El primero fue volver a intentar reconstruir el acuerdo nuclear con Irán, cuando ni siquiera Obama había conseguido que el Senado lo subscribiera. Los iraníes rechazaron su oferta, a la vista de que Estados Unidos era incapaz de mantener una posición en el tiempo. Por su parte, israelíes y árabes confirmaron las razones de su desconfianza. El segundo error fue acusar al Príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salmán, de la tortura y asesinato de un periodista de la misma nacionalidad afincado en Estados Unidos y que trabajaba para un destacado medio de este país.

La importancia que se dio al suceso y la acusación directa a quien de hecho dirigía el país, y continúa haciéndolo, provocó una dura reacción que enfrió las relaciones bilaterales y complicó la política norteamericana en la región. Finalmente, Biden tuvo que asumir el legado Trump y abandonar todo intento de entendimiento con Irán. El atentado de Hamás contra Israel, la guerra de Gaza, la guerra del Líbano, el comportamiento del Eje de Resistencia y, finalmente, los sucesivos ataques de Israel contra Irán han resituado a Estados Unidos junto a sus antiguos aliados tras perder un tiempo precioso y haberse dejado jirones de autoridad en el camino.

El teatro de operaciones principal es el relativo a la revolución digital, donde Estados Unidos disputa con China la hegemonía y, con ella, la constitución de un nuevo equilibrio internacional. Biden ha logrado una interesante síntesis con las posturas de su predecesor en la gestión interna. Sin embargo, sus intentos de constituir un frente de contención a la nueva política china, caracterizada por el giro nacionalista y hegemonista impuesto por Xi Jinping, han tenido resultados limitados. Los Estados que se sienten más amenazados –Taiwán, Corea del Sur, Japón y Filipinas– han reforzado sus relaciones con la potencia americana y entre sí, porque no tienen otra opción.

El teatro de operaciones principal es el relativo a la revolución digital, donde Estados Unidos disputa con China la hegemonía

Sin embargo, las potencias del sudeste asiático o la propia India han tratado de mantener una prudente equidistancia de ambas superpotencias. Por una parte, la incapacidad norteamericana desde los días de la Presidencia de Obama para mantener una política coherente y estable ha convencido a sus potenciales aliados de que hay que evitar verse arrastrados por iniciativas de cortos vuelos, pero de mucho riesgo. Por otra parte, el discurso anticolonial sigue pesando en esta región, alimentado por los socios de Pekín y reforzado por la inexorable realidad de que China va a seguir allí, siendo un socio industrial y comercial de referencia. Nadie teme al «Imperio del Centro» más que ellos y nadie desconfía más del liderazgo estadounidense.

La crisis de autoridad que sufre hoy la diplomacia norteamericana no es culpa de Biden, pero sus intentos por revertir la situación no han fructificado. Ha salvado in extremis el vínculo trasatlántico, pero la estrategia seguida en Ucrania rehúye la victoria y alimenta tensiones intraeuropeas y atlánticas que pueden tener un coste muy alto. En Oriente Medio ha demostrado una sorprendente falta de visión, para acabar siendo desbordado por los acontecimientos. Y, en general, por más que Estados Unidos necesita asegurar cadenas de suministro y de distribución, consolidar un amplio espacio de influencia, la realidad es que las estrambóticas declaraciones de los dirigentes norteamericanos no hacen sino alimentar la desconfianza.