El miedo tiene un nombre y es Nicolás Maduro
Teme perder el poder que usurpa y que lo usa para escudarse del repudio colectivo que exige que abandone desde ya ese mando
Cuando María Corina Machado nos convocó a todos los venezolanos a hacer posible que «el miedo nos tenga miedo», se estaba refiriendo al miedo que representa el maleficio del eje del mal. No debemos abrigar la más ínfima duda de que es Nicolás Maduro el que personifica esa malignidad. Ese miedo que lo induce a cometer crímenes de lesa humanidad. Esa turbación que lo atrapa en la desconfianza que reina en esa corporación patibularia, en la que todos sus integrantes no pueden esconder las perplejidades que rebosan entre sí, el miedo que agita el agua sucia en la que chapotean, nada más por estar al corriente de que «son caimanes del mismo pozo».
Es el miedo que Diosdado Cabello siente, mascullando en sigilo, que Maduro, en cualquier momento, lo utilice como ficha de cambio para salvar su pellejo y el de su prole, incluida «la combatiente». El miedo que los hermanos Rodríguez acusan, con inocultables espasmos, con solo pensar que, tras bastidores, el Ministro de la Defensa «perpetuo», entregue sus cabezas en bandeja de plata, mientras pone a salvo sus manchados soles de oro. Ese es el miedo que cunde por las ruinas de esa descalabrada revolución que perdió su encanto y desdibujó su efímera épica ahora trastocada en decepción.
Ese sentimiento perverso de miedo ya lo hemos derrotado cuando hicimos las elecciones primarias, superando todas las trabas y maniobras puestas en marcha por Maduro y sus socios y normalizadores. Esa vez vencimos a los que encarnaban el miedo que les infundía saberse, de antemano, perdedores en esa consulta que María Corina ganó con sobrada ventaja. Seguidamente derrotamos ese miedo que los incitó a inhabilitar a María Corina, rumiando que sacándola de la competencia tendrían la ronda de la trampa despejada. Se equivocaron y lo saben. Por eso el miedo los sacudió. Entraron en modo iracundo, sobre todo cuando postulamos un candidato unitario, Edmundo González Urrutia, quien, junto a María Corina, movilizaron a un pueblo que despuntó y protagonizó la hazaña de superar las barreras del miedo que el régimen había colocado en la ruta electoral, pensando que impediría que la ciudadanía fuera capaz de salir a votar masivamente el pasado 28 de julio.
Maduro es, sin duda, el miedo a vencer. Maduro lleva encofrado en su temblorosa humanidad ese sentimiento que descubre a los cobardes que no pueden con el peso de esa expiación imperdonable. Lo admirable es que la ciudadanía ha logrado hacerle morder el polvo de la derrota apelando a su coraje indescriptible. Mujeres y hombres provenientes de todos los sectores del país, han demostrado que sí era posible provocar a Maduro y a sus esbirros ese pánico que los convierte en seres desquiciados y, por lo tanto, peligrosos, ya que arremeten con esa furia propia de los asustadizos que se valen de las acciones propias de la brutalidad.
De allí las detenciones arbitrarias en masa. Por eso la amenaza desvergonzada y sanguinaria del «baño de sangre». Saben que perdieron y pretendieron ocultar el miedo a admitir la capitulación, con la ramplona servilleta con que el bufón Elvis Amoroso ensayó la guasa de hacerla pasar por acta de proclamación, aquella triste célebre madrugada del 29 de julio.
En contraste con ese miedo que describe a los salvajes, oscila el miedo natural que experimentamos los seres humanos cuando nos encontramos frente a una percepción de brusquedad que nos muestra un peligro cierto o imaginario, como ese embotamiento que nos condujo a descartar las advertencias que oportunamente nos hacían a los venezolanos, cada vez que nos prevenían de que «íbamos camino a sufrir lo que ya venía padeciendo el pueblo cubano». Ahora estamos escarmentando esa torpeza.
Maduro tiene miedo de perder el poder que usurpa y que lo usa para escudarse del repudio colectivo que exige que abandone desde ya ese mando. Su miedo es propio de los que no tienen razón. Miedo a la libertad de expresión, miedo a la opinión libre y soberana de los ciudadanos, miedo a tener que rendir cuenta de sus actos indebidos y un nebuloso miedo a quedarse perdido en la soledad de sus miserias. Sobre esta situación en Venezuela los líderes de la comunidad internacional deberían sentir miedo de que el mecanismo del voto en elecciones libres se desprestigie, a tal punto de que se concluya que de nada vale participar en procesos electorales, si luego mandatarios de estirpe autoritario impondrán sus tentaciones dictatoriales.
En cambio, el miedo que congrega y activa a la gente, es esa sonora alarma que desata el solo hecho de pensar que estaríamos condenados a sobrevivir bajo una feroz dictadura. El miedo a perder el futuro, a continuar hundiéndonos en este abismo de infortunio y resignarnos a descartar la posibilidad de volver a vivir reunificados en familia. En definitiva, esta es una lucha entre el bien y el mal. Ya estamos claros en que esquina se ubica el miedo de cada cual.