Trump vs. Xi Jinping: ¿quién ha cedido?
Desde el comienzo del Trump 2.0, llevo diciendo que la batalla de Trump con Europa es/era sobre el pago de la defensa del continente, y que la diana en políticas arancelarias era China

Los presidentes de EE.UU. Donald Trump y de China Xi Jinping
Hace ya tiempo que, cada vez que escucho lo que supuestamente ha dicho Donald Trump, opto por ir directamente al original. Demasiadas veces la versión mediática, sobre todo en Europa, parece más una novela de ficción que un retrato fiel de la realidad.
El último episodio de este combate por el relato ha sido la presunta «flexibilización» de Trump respecto a los aranceles con China. Si uno lee los titulares —especialmente los de la prensa anti-trumpista europea—, parecería que el magnate americano, acorralado por la furia de los mercados, ha reculado y se ha postrado ante la pezuña de Xi Jinping, otorgándole vía libre para seguir con sus tropelías.
Como tantas otras veces, la realidad dista mucho de esa caricatura.
Desde el comienzo del Trump 2.0, llevo diciendo que la batalla de Trump con Europa es/era sobre el pago de la defensa del continente, y que la diana en políticas arancelarias era China. Hasta el día de ayer, todas las indicaciones eran que Trump no iba a dar su brazo a torcer. También es cierto que, en el ámbito público, no hay una gran evidencia de concesiones chinas que justifiquen de forma obvia este aparente viraje en la postura de Trump. Pero los detalles importan y algunos movimientos recientes apuntan a que la estrategia estadounidense podría estar logrando más de lo que parece.Recordemos cómo empezó todo: la guerra arancelaria arrancó con Trump descendiendo del monte Sinaí con sus tablas de tarifas bilaterales reveladas por inspiración divina, donde Yahvé le informó hasta de los aranceles que tenía que ponerle a los pingüinos. Desde el principio, el objetivo era claro: China. El país asiático lleva más de cuatro décadas —y especialmente desde su adhesión a la OMC— aprovechándose de Estados Unidos (y del resto de Occidente).
El llamado «milagro económico» chino, en realidad, ha sido más bien una operación de saqueo meticulosamente orquestada. Bajo la bota roja de Mao, el PIB per cápita pasó de 100 a 250 dólares entre 1949 y 1976. Un crecimiento anual raquítico del 1,4 %. Con la llegada de Deng Xiaoping y sus reformas pseudo-capitalistas, la economía empezó a respirar: de 250 a 1.000 dólares por cabeza hasta la entrada en la OMC. A partir de ahí, el crecimiento se disparó al 10 % anual. ¿El truco? Exportar sin freno, reprimir el consumo interno y apropiarse —con una sonrisa diplomática— de toda la propiedad intelectual que los buenistas de Occidente estaban encantados de regalar en nombre de la «cooperación global».
Mientras tanto, los mandarines del Politburó han utilizado todos los instrumentos a su alcance —legales e ilegales— para chuparle la savia al ecosistema occidental: robando tecnología, educando a los hijos del partido en las mejores universidades de EE.UU. y Europa, y chantajeando a los pocos empresarios extranjeros a los que permitían entrar al mercado chino a través de joint ventures diseñadas como trampas perfectas de transferencia de conocimiento. Todo ello, sin abrir jamás su economía a las importaciones de alto valor agregado. Y mucho menos a los trabajadores de fuera. Para una referencia relevante, la población extranjera en China representa el 0.06% de la población total.
La población extranjera en China representa el 0.06 % de su población total
Así han llegado a ser relevantes. Pero que nadie se engañe: China no es Arabia Saudí. Su PIB per cápita sigue estancado en torno a los 12.000 dólares. Mucha fábrica, mucho cemento, mucho músculo… pero nada de riqueza real por ciudadano.
Trump llegó y dijo: basta ya. Lo hizo, además, en un momento particularmente delicado para los mandarines de Pekín. China exporta más de 440.000 millones de dólares al año a Estados Unidos. Esa dependencia del mercado norteamericano es difícil de reemplazar. Y ahora mismo no parece que Sánchez, Lula o Maduro puedan compensar esa pérdida en 90 días. Para más inri, la deuda supera el 145 % del PIB, el sector de la construcción (más del 25 % del total económico) se descompone, y el empleo en regiones industriales clave como Guangdong o Zhejiang está bajo una presión brutal.
En este contexto, Trump lanza su ofensiva. ¿La reacción china? Sorprendentemente comedida. No respondieron al último incremento de aranceles. No replicaron a las restricciones a navíos que toquen puertos americanos. Y, quizás más revelador, han nombrado como jefe negociador a Li Chenggang, ex embajador ante la OMC y figura con fama de moderado y pro-occidental. Además, el Ministerio de Exteriores chino emitió el 9 de abril un comunicado pidiendo un «diálogo en condiciones de igualdad».
¿Claudicación? No. Pero sí un intento claro de desescalar. Mientras tanto, Xi Jinping ha salido de gira mundial estilo Shakira, buscando apoyos en lo que parece será una nueva guerra de bloques. Y es que el dumping chino no solo ha afectado a Occidente, sino —quizás más— a sus competidores en el sudeste asiático. Países como Vietnam, Malasia o India han perdido empleos por culpa de las prácticas del Partido Comunista Chino (PCCh). Para ellos, un entorno arancelario más «benevolente» puede suponer una ventaja competitiva frente a Pekín. No es casual que más de 75 países se hayan apresurado a renegociar sus acuerdos con EE.UU. antes de que expire el límite de 90 días fijado por Trump.
Trump tiene ahora dos opciones. La primera, maximalista, sería obligar a China a desmontar su modelo económico extractivo, abrir su mercado interno y dejar de financiar su rearme a costa del superávit comercial. Pero eso es una quimera. La segunda, más realista, sería lograr concesiones graduales que permitan abrir parcialmente el mercado doméstico chino, mientras se consolidan nuevas cadenas de suministro en países aliados —el famoso «friend-shoring»— para sectores estratégicos como medicamentos o chips. El desacoplamiento sería así progresivo, y, como dice un amigo mío al hablar de la muerte, rápido e indoloro.
Todo indica que Trump ha optado por esta segunda vía. Pero de ahí a decir que se ha rendido… hay un abismo. Sus palabras, y no lo que dicen que ha dicho, lo dejan claro: «los aranceles del 145 % son muy altos… No espero que eso se mantenga… Xi es un buen amigo… creo que vamos a llegar a un buen trato… Pero el mundo, no solo China, lleva muchos años aprovechándose de nosotros… y eso tiene que terminar».
A mí me suena más a «el partido ha comenzado» que a un acto de contrición. Pero nunca dejeis que los hechos destrocen un buen relato… Only time will tell.