Paqui
Otegi reía en aquella entrevista. Y España lloraba. Como siempre ocurrió y todavía hoy pasa
Nunca la olvidaré. Delante de una taza de café en un bar de Bilbao, los ojos de Paqui encerraban todo el dolor del mundo, la muerte en vida. O la vida en muerte. Paqui no tenía apellidos aquella tarde de junio de 2009. O sí. Tenía los apellidos de su marido, enterrado pocas horas antes, después de caer fulminado, con zapatos nuevos y el reloj con poca cuerda ya (la justa que le habían dejado los amigos de Arnaldo Otegi para bajar de su casa, caer asesinado y convertir a Paqui en un zombi). Zombi, así es como viven miles de personas a las que ETA ha colocado en las afueras de la vida: mordido su pasado, sangrante su presente y exangüe su futuro.
Edu (Eduardo Puelles, asesinado por ETA el 19 de junio de 2009) había conquistado a Paqui en una discoteca de Amorebieta. Hijo de un electricista y una tendera, tuvo que echar una mano en el ultramarinos de sus padres, en Zorroza, hasta que un familiar le animó a entrar en la Policía. Me lo contó Paqui con el pañuelo anegado en lágrimas en una mano y la foto de Edu en la otra. A veces a los periodistas la profesión nos obsequia con una entrevista al amor, en este caso como correlato inesperado de la bestia que lo aniquila. Paqui era el amor en estado puro caminando sobre las tumbas de ETA; la de su marido todavía caliente. Aquel día de verano de 2009, cuando Paqui me contaba lo de los zapatos nuevos de Edu, su despedida, la explosión, el niño en la cama, las sirenas, hacía solo una semana que Otegi le había contado a Jordi Évole, «el follonero», que no había que condenar a la banda, que había otras vías.
Mientras el mal, es decir, Arnaldo, bromeaba con los puntos que le daría a España en Eurovisión si el País Vasco fuera independiente, sus amigos, Íñigo Zaparain, Daniel Pastor y Beatriz Etxebarria, vigilaban a Edu y el entorno de su piso de Arrigorriaga, una «mansión» de 90 metros cuadrados, ejemplo de la lucha de ETA contra el capitalismo español. Risas de Otegi en la tele; bomba lapa en el automóvil de Edu a las puertas de su casa.
Paqui me contó que nunca se perdonaría no haberse levantado ese día a desayunar con su marido, por culpa de una indisposición. A su lado, el hermano de Edu, Josu Puelles, un ertzaina roto en dos por el dolor, se quejaba por haberse enterado de la muerte de su hermano por la madre de los dos. Mientras tanto, Otegi reía en aquella entrevista. Y España lloraba. Como siempre ocurrió y todavía hoy pasa. Otegi se ha hecho mayor y Edu no. Otegi estrena zapatos para el espectáculo televisivo más cínico jamás conocido junto a otro desalmado de Sortu y los que Paqui le compró a Edu terminaron en una bolsa descuajeringados. Como la vida de Paqui y Edu. Y de tantos.
Por eso, y hoy especialmente, hay que recordar a todas las paquis que se atragantarán con lágrimas y recuerdos, a las paquis a las que quieren colocar la losa del olvido, a las paquis que sin morir no viven. Esas paquis por las que bien vale la pena haber sido periodista aquella inolvidable tarde de aquel aciago verano.