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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Marta, Netflix y HBO

Ahora toda la proeza del independentismo se reduce a imponer que El juego del calamar se practique con barretina, o que la soberbia Reina Isabel de The Crown regañe al duque de Edimburgo con acento de Lleida

Actualizada 01:22

Marta era alumna de Oriol, el de los abrazos partidos a ETA. Estudió Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona, donde le enseñaron el insulto al discrepante, cómo acosar a compañeros que no opinan como tú y, si llega el caso, cómo echarlos del campus para que no ofendan al pensamiento único independentista. Cuando entró en la universidad tenía ya trienios de activismo supremacista, forjados en su pueblo natal de Lleida. La vida le fue sobre ruedas hasta el punto de que practicó el patinaje artístico desde la infancia y montada en los patines republicanos tomó dirección a ERC, donde volvió a coincidir con su maestro, el Buda de la sedición, el profesor Junqueras, ya volcado en el curso intensivo de cómo dar un golpe de Estado y vulnerar la Constitución española, pasar un ratito por la cárcel-spa y encontrar a un socialista (o lo más parecido) dispuesto a vender su alma por un puñado de años en la Moncloa.

La experiodista Vilalta tiene todos los apechusques del buen separatista: forofa del FC Barcelona, admiradora de otro guardián de las esencias republicanas, el mítico Pep Guardiola, y poseedora de un coraje inabarcable, el necesario para viajar con una pegatina de CAT en la matrícula de su coche. En cuanto la multaron en Aragón y le tocó aflojar el bolsillo, decidió guardarse la valentía para regañar en privado a Gabriel Rufián, declarado enemigo de su pareja.

Hoy, Marta Vilalta es portavoz de ERC, puesto que en cualquier país serio no dejaría de ser un carguillo de un partido nacionalista menor pero que en España te da credenciales para investir a un presidente del Gobierno, chantajear a un Estado y decidir sobre sus presupuestos generales, precisamente de la nación a la que quieres aniquilar. Pues la discípula de Junqueras acaba de encontrar la piedra filosofal, el arcano para que Cataluña vuelva a ser la región pujante y cosmopolita que atraía inversiones internacionales y masa crítica cultural.

La experiodista ha puesto sobre la mesa de la negociación de los presupuestos de Sánchez el órdago final: o la nueva ley audiovisual obliga a traducir al catalán las series de Netflix y HBO, o Sánchez vuelve a su casa de Pozuelo de Alarcón. Decía Pemán, al que seguro que no leyó en la universidad autónoma la insigne republicana, que hablar o leer el catalán es como beber un vaso de agua clara. Tal cual. El problema es que Marta y sus amigos lo han convertido en un arma arrojadiza contra el resto de españoles, que lo amamos y respetamos, pero no más que a nuestro idioma común, que hablan 550 millones de almas en el mundo. Y ahora toda la proeza del independentismo se reduce a imponer que El juego del calamar se practique con barretina, o que la soberbia Reina Isabel de The Crown regañe al duque de Edimburgo con acento de Lleida.

A eso fían los de ERC la salida de Cataluña de la crisis poscovid, la mejora de las listas de espera en los hospitales públicos, la bajada del precio de la luz y la seguridad jurídica de los catalanes contra los okupas, la violencia en las calles y la degradación urbana de las Colau de turno. Tiemblen las plataformas de contenidos audiovisuales que Marta Vilalta se ha venido arriba. Me atrevo a hacer una sugerencia: si a Netflix y HBO les sobran dobladores para sus series que nos los envíen al Congreso y al Senado donde también está al caer la revolucionaria medida. 

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