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Perro come perroAntonio R. Naranjo

La memoria democrática de nuestros abuelos

España no tiene una deuda consigo misma porque ya la saldaron nuestros abuelos. Ni las monjas ni las rosas asesinadas merecen otra cosa que respeto, humildad y contrición

Actualizada 01:46

He comenzado a ver la serie alemana de Netflix dedicada a Franco y, aunque apenas llevo un par de capítulos, ya irrumpe una visión perpetrada probablemente por los autores de la Ley de Memoria Democrática en ciernes; un oxímoron más del sanchismo, que pretende convertir un asunto sentimental y personal como el recuerdo en una disciplina colectiva y científica como la historia.

Los convulsos años que van desde la guerra de Cuba hasta el 18 de julio de 1936 se resumen en un comentario sobre la falta de apetito sexual de Franco por un disparo en la ingle recibido en Marruecos y la conspiración militar que desafió a la República.

Todo lo demás se jalona de improperios contra la derecha y de una exaltación mitológica de aquellos años de sangre y plomo que ni siquiera encuentran un poco de piedad histórica en el asesinato de Calvo Sotelo, detenido de madrugada por La Motorizada, una milicia socialista de la época, y asesinado de un tiro en la nuca por Luis Cuenca, guardaespaldas de Indalecio Prieto.

Esa idealización de la República y esa caricatura del alzamiento, que prescinde del rigor histórico más elemental y otorga a un régimen virtudes mitológicas y al otro perversas razones caprichosas, está también detrás de la ley con que Sánchez quiere jugar la segunda vuelta de la Guerra Civil y presentar a sus rivales de ahora como autores de los hechos para vencerles y vengar a sus difusos antepasados.

Mi abuelo Julio, que en realidad se llamaba Buenaventura como Durruti, rompió sus carnés del PSOE y de la UGT al terminar aquel drama fratricida que le llevó por media España conduciendo una ambulancia de evacuación de heridos republicanos.

Tenía miedo a las represalias que sin duda hubo al acabar la guerra, muy crueles, primas hermanas de las que revolucionarios y fascistas cometieron antes de ella y nacionales y rojos durante ella.

Después logró abrir una pequeña imprenta en la calle Aranjuez de Madrid, a escasos metros de la sede histórica del PSOE en Cuatro Caminos, desde la que peregrinaba ya de jubilado a Casa Labra a tomar unos chiquitos y unas tajadas de bacalao donde Pablo Iglesias iniciara los famosos cien años de honradez socialista, un lema con el mismo respeto por la verdad que el «Salimos más fuertes» de nuestro Pedrito.

Nunca sintió deseo de venganza, abrazó con alivio la reconciliación del 78, describió ya de anciano la Guerra Civil como un horror sin bandos y, todo lo más, se permitió celebrar con alborozo la victoria de Felipe en el 82. Y apagar la tele cuando el Rey hablaba en Nochebuena, con el mismo desdén que le provocaba el inolvidable Juanito de nuestro Real Madrid.

España no tiene una deuda consigo misma porque ya la saldaron nuestros abuelos. Y la pendiente de carácter individual, con las víctimas desaparecidas, las fosas anónimas y las placas arrancadas, no tiene bandos y debe ser saldada con una foto similar a la que Macron y Merkel, agarrados de la mano frente a un fuego eterno, protagonizaron para rememorar a sus muertos sin tirárselos a la cara. Ni las monjas ni las rosas asesinadas merecen otra cosa que respeto, humildad y contrición.

Los niñatos que ahora remueven las tripas del país no lo hacen para cubrir con dignidad el último capítulo de aquel drama, sino para reescribir el primero y convertirlo en el hilo conductor de su mensaje a la sociedad, su relación con los rivales y el culmen del hiriente proyecto de ingeniería social que jalona la práctica totalidad de sus leyes, sus discursos y su ramplona política.

No hay mejor «memoria democrática» que esquivar la tentación de resucitar las trincheras a tres metros de fosas con cadáveres utilizados por depredadores del dolor y vampiros de la historia que, sin pudor, tienen los santos bemoles de decirles a sus abuelos que fueron unos idiotas haciendo eso de la Transición.

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