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HorizonteRamón Pérez-Maura

Un grande entre los grandes

Siempre me dijo que su mayor fracaso fue no haber conseguido que la Administración Carter diera el pleno respaldo al Sha y que lo dejara caer de la forma que lo hizo

Actualizada 11:12

Creo que no hay mayor fortuna en la vida que haber podido conocer y tratar a algunas personalidades relevantes, a veces llegando a tener cierto grado de amistad con ellas. La semana pasada murió una de esas figuras a la que traté bastante a lo largo de los años. Ardeshir fue siempre un seductor. Un hombre de una educación exquisita que se ganaba la amistad de unos y otros por su inteligencia y su capacidad de dialogar y contradecir con argumentos y sonrisas. Un iraní irreductible, incluso estando radicalmente en contra de la teocracia que hoy Gobierna ese país. Era hijo de Fazlolá Zahedi, el general que sucedió como primer ministro a Mohamed Mosadeq, aquel peculiar dictador que lloraba en la cama desconsoladamente cuando le visitaba mi amigo el general Vernon Walters en representación del presidente de los Estados Unidos. Hasta que un día norteamericanos y británicos se hartaron de sus lágrimas que no le habían impedido expropiar la Anglo-Iranian Oil Company, lo derrocaron y colocaron como primer ministro al general Zahedi con el objetivo de restaurar la Monarquía de los Pahleví. Ardeshir negó públicamente muchas veces haber participado directamente en aquel golpe de Estado a pesar de que había numerosos testimonios que parecían demostrar lo contrario. En privado no llegaba a negarlo, pero daba largas explicaciones autoexculpatorias.

Ardeshir se casó con la hija mayor del Sha Mohammad Reza Pahleví, la Princesa Shahnaz. Ésta fue la única hija que tuvo el Sha de su primer matrimonio con la Princesa Fawzia, hija del Rey Fuad I de Egipto. Aunque ese matrimonio sólo duró siete años, Ardeshir fue para siempre como un hijo para el Sha y fue la cara exterior del régimen Imperial durante mucho tiempo. En 1960 el Sha lo nombró embajador en Estados Unidos y en 1962 lo llevó a la embajada de Londres donde estaría hasta 1966, año en que lo nombró ministro de Asuntos Exteriores. Ardeshir ocupó esa cartera durante un lustro en el que consiguió hacer de su país un actor muy respetado en la escena internacional. Y dedicó muchas horas a lo que sería el mayor momento de gloria del reinado del Sha: la celebración en Persépolis en 1971 de los 2.500 años de la fundación del Imperio de Persia.

Tras dejar Exteriores volvió de embajador a Washington hasta el final del reinado del Sha. Él siempre me dijo que su mayor fracaso fue no haber conseguido que la Administración Carter diera su pleno respaldo al Sha y que lo dejara caer de la forma que lo hizo. Fue una época en que ocupó la primera página de múltiples publicaciones y se convirtió en un invitado imprescindible de la alta sociedad norteamericana. Pero fracasó en su empeño esencial: conseguir que Occidente comprendiera lo grave que sería la caída del Sha y su sustitución por la teocracia de los ayatolás.

Entre 2000 y 2010 nos veíamos un par de veces al año en diferentes lugares del planeta. Ambos pertenecíamos a una sociedad de debate sobre política internacional que se reúne en primavera e invierno. Su preocupación por la marcha de su propio país, desde su exilio en Montreux, Suiza, era enorme. Pero, por encima de todo, era un patriota, aunque no un nacionalista, y en 2006 creía firmemente en el derecho de Irán a tener un programa nuclear como lo había defendido cuando era ministro de Exteriores. Pero sus amigos occidentales creíamos que la situación era radicalmente distinta entrado el siglo XXI.

Ardeshir Zahedi

Ardeshir Zahedi el 25 de octubre de 1962, camino de presentar cartas credenciales a la Reina Isabel II

Fue un hombre excepcional que hizo los más relevantes amigos. Cuando reunimos nuestro grupo de debate en Madrid en diciembre de 2007 me comentó que no le importaba arriesgar la vida cuando «había que hacer algo». Y por «había que hacer algo» se refería a hacer algo por Irán. 

La última vez que nos vimos fue el 10 de julio de 2011 en el aeropuerto de Niza. Él había ido a ver a la Shahbanou Farah Diba y volvía a su maravillosa casa en Montreux y a publicar en inglés tres volúmenes de memorias imprescindibles para entender el mundo en que vivimos. 

Como dijo de él el presidente Ronald Reagan, «Ardeshir Zahedi no solo dio a todos los que cruzaron su camino una ayuda para hacer funcionar la diplomacia, para estrechar la relación de Irán y Estados Unidos más que nunca, no sólo fue generoso con los poderosos, también lo fue con las obras de caridad de Washington y, muy discretamente, dio dinero incluso a desconocidos en necesidad de los que había leído en los periódicos. Se enfrentó a manifestaciones en los campus universitarios norteamericanos para decir a los estudiantes «no cuán grande era su país, sino cuán grandes son los Estados Unidos». No he conocido a nadie que tuviera su posición que haya demostrado simultáneamente su lealtad a su propio país y tanto amor al nuestro». 

Fue un grande entre los grandes. Y fue un orgullo ser su amigo. Los ayatolás no habrán lamentado nada su pérdida.

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