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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Urdangarin, todo ha sido nada

Sigue faltando hoy algún remordimiento moral e institucional por parte de la Infanta que, no obstante, fue sentada en el banquillo por acusaciones manifiestamente exageradas en un clima de populismo justiciero que solo se aplica en España contra los mismos

Actualizada 09:09

Si viviera, mi abuela diría que en el pecado lleva la penitencia. Lo sentenciaría de la Infanta Cristina, con una sabiduría popular muy lejos de la sororidad podemita (en esto alabo su gusto), ante la fotografía de Iñaki Urdangarin con otra mujer. Sé con fundamento que le hubiera molestado mucho que, estando en la mano de la Infanta aminorar el daño a la Corona por el caso Nóos, nunca hizo el más mínimo gesto en defensa de la institución y solo cerró filas con su esposo, menoscabando así gravemente el prestigio de la Monarquía indeleblemente unida a la ejemplaridad familiar.

Tanto fue así que su propio hermano tuvo que sobreponerse al dolor filial para revocarle su título de duquesa de Palma, como cortafuegos para aislar a la Monarquía de un sucio asunto que llevó a la cárcel al propio Urdangarin. No me equivoco si apuesto a que más de uno y de dos no le perdonan a la segunda hija de Don Juan Carlos que se mostrara siempre ajena a su especial responsabilidad como miembro de la Familia Real, precisamente la condición que dio alas a su cónyuge para cometer delitos y magnificó el caso a categoría de problema de Estado.

Faltó entonces y sigue faltando hoy algún remordimiento moral e institucional por parte de la Infanta que, no obstante, fue sentada en el banquillo por acusaciones manifiestamente exageradas en un clima de populismo justiciero que solo se aplica en España contra los mismos. Ahí están ahora mismo Mónica Oltra y Ada Colau para demostrarlo. Los Robespierre de pacotilla tuvieron que guillotinarse la lengua al ver que el yerno del Rey no se iba de rositas, sino que vivió tres años entre rejas cumpliendo una condena que, muy al contrario de lo que decían los jueces sin toga, demostraba definitivamente que, como defendió Don Juan Carlos una Nochebuena, la justicia era igual para todos.

Ahora bien: aunque respeto a los augures del «ya lo sabía yo», «se veía venir» y esas larguezas de cuñado puñetero, intuyo que en la hora de la reflexión, la hermana del Rey habrá colegido ya la gravedad de su falta de autocrítica de entonces, circunstancia que debe hacerle mucho más insoportable el escándalo de hoy. Escándalo que, según dijo ayer Urdangarin, «son cosas que pasan y lo vamos a gestionar de la mejor manera posible». Esperemos que se le ocurra algo mejor que participar del sensacionalismo mediático que no hará ningún bien a la Corona, azotada por la galerna populista y separatista y desprovista del blindaje obligado del Gobierno.

Por ello, y sabiendo que mis ancestros se removerán en su tumba, yo sí empatizo en lo personal con la Infanta, que se enfrentó a su familia por la nueva que formó: no se olvide que hay cuatro hijos que han crecido viendo entrar y salir a su padre de prisión. Eso sí, como nos dejó escrito José Hierro de la vida, «después de todo, todo ha sido nada».

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