El síndrome del Kremlin
Si algún síndrome político se le puede adjudicar a Pedro Sánchez no es el de la Moncloa, en todo caso sería el del Kremlin, ahora que está tan de moda
Uno de los conceptos recurrentes en las crónicas políticas en España es el llamado «síndrome de la Moncloa». Pilar Cernuda ha llegado a escribir todo un libro sobre este fenómeno y aún hoy recurrimos a él para definir la tendencia de los presidentes de gobierno al aislamiento cuando los problemas arrecian o cuando ya han renunciado a hacerse entender por propios y extraños. Según esta visión, La Moncloa se convierte en un refugio, un lugar confortable donde el gobernante se siente a salvo de las molestias que acompañan el ejercicio del cargo. Hasta allí no llegan las protestas callejeras ni las críticas de la oposición y tampoco las advertencias de los compañeros de partido, por eso resulta tan tentador perderse en la paz de sus jardines.
Dicen los periodistas con acceso a la trastienda de la Presidencia del Gobierno que ya está en marcha una estrategia para romper esa sensación de aislamiento y hacer del actual inquilino de Moncloa un político más cordial y más cercano a la gente. Es un esfuerzo lógico, que figura en el manual de cualquier experto en comunicación política, pero en el caso de Sánchez se me antoja un objetivo inalcanzable por más encuentros que le puedan organizar con abueletes de carné para salir en el telediario.
Hacer de Pedro Sánchez una persona afable, más allá de su círculo de amigos y familiares, es un empeño imposible. Y no por razones personales sino políticas. Porque su concepción del ejercicio del poder es más cercana a la de cualquier autócrata que a la de un gobernante liberal. La Moncloa no es para él un refugio para protegerse sino un símbolo de poder, igual que el abuso del Falcon o la obstinación en declarar materia secreta cualquier información que le afecte. Y no digamos las maneras que se gasta a la hora de ejecutar purgas entre los suyos. Si algún síndrome político se le puede adjudicar a Sánchez no es el de la Moncloa, en todo caso sería el del Kremlin, ahora que está tan de moda.
La pertinaz negativa del presidente del Gobierno a descolgar el teléfono para hablar con el líder de la oposición forma parte de ese mismo comportamiento sin precedentes en nuestra historia democrática. Felipe González se camelaba a D. Manuel con aquello de que le cabía el Estado en la cabeza, Aznar firmó con Zapatero el pacto antiterrorista y Zapatero acordó con Rajoy la reforma de la Constitución. Qué decir de Rajoy y Rubalcaba, capaces de entenderse sobre cuestiones de Estado en cinco minutos para dedicar el resto de la tarde a hablar del Madrid.
Sin embargo, Sánchez le niega ese trato a Pablo Casado aunque esa actitud vaya en detrimento de su propia imagen pública. Entre el diálogo democrático con el adversario y el ejercicio descarnado del poder, siempre prefiere la segunda opción. El uso del teléfono, en el caso de Pedro Sánchez, queda limitado a los videos de propaganda que –¡oh, casualidad!– también son una de las especialidades del Kremlin.