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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El papanatismo con el 'Ulises' de Joyce

Esta semana se cumplen cien años de su publicación y el mundo se deshará en halagos. Paparruchas, es un libro más bien infumable

Actualizada 09:44

El literato James Joyce se murió en Zúrich en 1941, con 58 años y por una perforación de úlcera. Fue un irlandés errante, educado por los jesuitas. Nacido en una familia dublinesa de clase media, pasó la mayor parte de su vida en Suiza, Trieste y París. Joyce, alto y con problemas oculares crónicos, era un tipo peculiar: erudito y rijoso, serio y humorista, borrachín y con memoria de elefante. Renegaba de la Iglesia, pero toda su vida continuó asistiendo a los oficios católicos allá donde estuviese. Era un trasero inquieto, embarcado en una mudanza permanente; sin embargo, su cabeza nunca escapó de las calles de su Dublín natal, corazón de todos sus escritos. Económicamente, caminaba en el alambre. Subsistía dando algunas clases, ejerciendo de traductor, con sus relatos o sableando a sus amigos y admiradores.

Joyce escribió algunos libros maravillosos, como el Retrato del artista adolescente o los cuentos de Dublineses. Pero su narrativa se fue tornando más y más experimental. Esta semana se cumplirán los cien años de la publicación de su supuesta obra maestra, el mítico Ulises de Joyce. Las secciones de Cultura rebosarán de alabanzas y por el mundo adelante se organizarán festejos de homenaje. Paparruchas. La verdad es que Ulises es un libro infumable, por una sencillísima razón: resulta prácticamente ininteligible (y lo digo desde la experiencia, porque en el idealismo de la veintena me lo comí entero, con el consiguiente sopor y desesperación, al igual que me tragué a Faulkner, o más tarde a otros manifiestos peñazos, como Lobo Antunes).

El Ulises transcurre en Dublín el 16 de junio de 1904, desde las ocho de la mañana hasta las dos de la madrugada. La obra sigue los pasos de Leopold Bloom, un agente de publicidad judío, de 38 años, casado con Molly Bloom, que le pone los cuernos. Al parecer, cada capítulo recrea un episodio de la Odisea de Homero y también alude a un color y un órgano del cuerpo. No dudamos que Joyce desplegaría una enorme inteligencia para armar tan complejo mecano textual. También es cierto que escribe algunas frases magníficas, de las mejores del inglés literario de su siglo, y que amplió los límites de la novela con sus hallazgos vanguardistas, como el celebérrimo monólogo interior de Molly. Pero el resultado final para un lector normal, una persona de cultura media y gusto por la lectura, es una murga más pesada que una pizza de chorizo a la hora del desayuno. Lo cual lleva a hacerse una pregunta interesante: ¿Debemos venerar como valioso todo lo que la crítica de cejas altas ensalza como tal?

Hace tiempo que he decidido que a mí no me vuelven a pillar. Como proclama Jepp Gambardella, el encantador bon vivant noctámbulo de la película La Gran Belleza de Sorrentino, el gran descubrimiento que haces al cumplir cierta edad «es que no puedes perder el tiempo haciendo cosas que no quieres hacer». Así que no me esperen babeando con el Ulises; aplaudiendo la quincalla de la artista chatarrera Marina Abramovic o similares; soportando óperas de Stravinsky con puestas de escena a lo Calixto Bieito; chupándome sesudas películas europeas, donde cuando el protagonista desayuna te endilgan un plano de doce minutos con el tío zampándose su cruasán; o celebrando la regurgitación de rancias bromas dadaístas de hace un siglo a cargo de jetas que se venden como el súmmum de la modernidad. Ustedes continúen con sus plomos, estafadores o simuladores, que yo seguiré con John Ford y Spielberg, Bach y The Beatles, Shakespeare y Velázquez. No sé quién será más culto. Pero sí sé quién no va a hacer el pánfilo.

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