¿Vivimos el hundimiento de Roma?
EE. UU. sigue dominando la economía y la innovación, pero su sociedad está herida, sus dirigentes son mediocres y ya no suscita la admiración de antaño
El 3 de marzo de 2020 sucedió una anécdota menor, pero metafórica del pulso político de Estados Unidos. El aspirante demócrata, Joe Biden, subió al estrado de un mitin a las dos mujeres de su vida: su esposa, Jill, y una de sus hermanas, Valerie. «Esta es mi hermana pequeña, Valerie», explicó, presentándola con una afectuosa sonrisa. El problema es que se confundió. El aturdido candidato estaba presentando a su propia esposa.
Joseph Robinnette Biden Jr., de 79 años y delicada salud (ha superado, entre otros achaques, dos aneurismas cerebrales), es el segundo presidente católico de la historia de Estados Unidos. Fue un estudiante de Derecho mediocre (el 76 en una promoción de 85) y el sexto senador más joven de la historia de su país. Ha vivido toda su vida de su escaño, donde pasaba por ser el agradable y maniobrero Joe. Nunca destacó demasiado, ni siquiera cuando ocupó la vicepresidencia con Obama. Ganó las elecciones como el mal menor entre la izquierda radical demócrata y Donald Trump.
El anterior presidente católico de Estados Unidos fue John Fitzgerald Kennedy. Su desempeño educativo fue sobresaliente. Nada que ver con la medianía del que Trump apoda «Joe el Soñoliento». Cum laude por Harvard, JFK preparó su doctorado recorriendo el polvorín de la Europa de 1939. Su tesis doctoral, que versó sobre la política de apaciguamiento de Chamberlain, dio pie a un libro que se convirtió en un bestseller. Kennedy ganó además un Pulitzer como ensayista. Su experiencia vital fue también mucho más rica y compleja que la de Biden. Vivió la II Guerra Mundial mandando una torpedera y lo condecoraron con el Corazón Púrpura por su heroísmo. Por supuesto fue un presidente imperfecto, con muchos errores (amén de constantes devaneos de catre y demasiada farmacopea). Pero todo su bagaje intelectual y vital lo volcó en ofrecer una ilusión a su pueblo, una «Nueva Frontera» que motivó al país y lo convirtió en un faro universal. ¿Qué proyectan hoy Biden y Kamala Harris? Mayormente huera palabrería del manual «progresista». Ahí no hay nada que ilusione al mundo.
¿Estamos viviendo la caída de Roma? ¿Comienza a hundirse el Imperio Americano? Depende, que diríamos los gallegos. Estados Unidos es hoy un gigante bipolar. Continúa dominando la economía y la innovación, pero hay indicios de cierta gangrena interior que lo va minando.
De las diez mayores empresas del planeta, siete son estadounidenses; con Apple, Microsoft, Alphabet y Amazon en lo alto. Su liderazgo científico es también innegable. Cuando el mundo tembló con la covid, las vacunas que al final funcionaron no vinieron de China o Rusia, sino de las multinacionales farmacéuticas norteamericanas. Y sin embargo, la gran potencia empieza a arrastrar los pies. ¿Por qué? Al margen de la del coronavirus, la sociedad americana sufre otras cuatro epidemias:
La primera es una epidemia de pesimismo. El gran Tocqueville no reconocería en los Estados Unidos de hoy aquel «genio inquieto de los americanos» que tanto lo admiró cuando visitó la nación a comienzos del XIX. El país se ha acomodado. Falta el «grit» de antaño, aquella garra intrépida que lo distinguió en su albor. Como dice el inteligente economista californiano Todd G. Buchholz, «hemos pasado de la generación que derrotó a Hitler a la Generación Por qué Molestarse».
La segunda epidemia es la de la desigualdad. Un refrán clásico en América rezaba que «cuando a la General Motors le va bien, a Estados Unidos le va bien». Hoy a la Apple le va excepcionalmente bien, pero no repercute en Estados Unidos, donde cerró su última fábrica en 2004. La nueva economía de los titanes digitales genera una élite híper rica, pero no alimenta una amplia mano de obra. La clase media se está achicando por doquier. Su capacidad adquisitiva se ha estancado. Los padres empiezan a ver que sus hijos vivirán peor que ellos. Además, el ascensor social, el epítome del Sueño Americano, se ha atascado.
La tercera es una epidemia de cainismo sectario, que ha partido la sociedad en dos bloques políticos antagónicos incapaces de entenderse en nada (como por desgracia empieza a ocurrir también en España). Es imposible construir algo desde una división total, teñida ya de auténtico odio hacia el que no piensa como tú.
La cuarta epidemia parece menor, pero no lo es: la crisis de los opiáceos, problema galopante en la sociedad estadounidense.
A todas estas crisis internas se une una falla económica, que lastra su política exterior. Estados Unidos es hoy un gigante fortísimamente endeudado (entre otros, con China), cuyo bolsillo ya no le permite ejercer una constante gendarmería mundial.
Por último, ha pagado cara la pusilanimidad del Zapatero de Chicago, Obama, cuyo buenismo miope fue un alarde de debilidad (que explica crecidas como la de hoy de Putin en Ucrania, o la de Xi frente a Taiwán). Obama retiró a las tropas atolondradamente de Irak, dejando barra libre al horror del Daesh. Tampoco quiso intervenir en Siria, convirtiendo así a Rusia en la potencia dominante allí. Como remate de esa estrategia del caracol, Biden ha permitido que el mundo pudiese contemplar la demoledora imagen de los integristas talibanes doblándole la mano a la supuesta primera potencia del orbe.
El Imperio Romano rubricó su caída cuando dejó de ser capaz de defender sus fronteras exteriores y cuando perdió su cohesión cultural, filosófica y religiosa interna, como bien explicó ya el viejo Gibbon allá en su siglo XVIII. Todo indica que Estados Unidos ha enfilado idéntica ruta. Y es una pena, pues por mucho que un nuevo populismo zurdo y diestro desprecie la democracia liberal –que como toda obra humana es imperfecta–, la alternativa de Xi, Putin, Maduro y Erdogan no parece una opción más sugestiva, ni tampoco más respetuosa con la dignidad, los derechos y la libertad de las personas.