Hacer un Urdanga
Pocas personas habrán gozado de más oportunidades que este epígono de Guzmán de Alfarache, Lazarillo de Tormes y el Buscón
De chaval viví unos meses en Toronto. Al llegar allí me sorprendió que en las calles había dispensadores de periódicos totalmente abiertos. Podías hacerte con tu ejemplar con el compromiso tácito de dejar el dinero en una hucha, sin vigilancia. «Si implantásemos este sistema en España –pensé– los periódicos volarían sin que se viese un duro». Y es que tenemos muchas virtudes, pero también una secular vena golfilla. Por algo somos el único país del mundo que ha dedicado todo un género literario a las gestas de los más esforzados tarambanas: la novela picaresca.
El pícaro, un buscavidas que convierte la trampa en su medio de vida, no murió tras el Siglo de Oro. Una y otra vez reaparece, a veces donde menos se lo espera. En la era felipista, tuvimos sonados golfos al frente de la Guardia Civil y el BOE. Ha habido pícaros en la cultura (ahí está el folletín de la SGAE), en el deporte (véase la saga de presidentes futboleros que pasaron del palco a la chirona), en la derecha (Bárcenas, Granados…), en los sindicatos (UGT podría impartir un máster), en las empresas (recordemos la alegre verbena de las cajas de ahorros), en el PSOE de los ERE, en el sanchismo de los amiguetes que chupan del bote… Siendo tal la pasión nacional por la mangancia, el choriceo, el trinque, la estafa y la doblez, algún pícaro tenía que colarse en el mundo de la familia real. Ese ha sido don Iñaki Urdangarin Liebaert, que ha contraído méritos suficientes para que el pueblo, que es sabio, lo conozca en tascas y cenadores simplemente como El Urdanga.
La boda en 1997 de la infanta Cristina y Urdangarin tuvo mucho de cuento de hadas. La realeza europea los acompañó en la catedral de Barcelona. La pareja encandiló al país: el laureado héroe del balonmano, cargado de medallas, con sus 197 centímetros de talla y sus ojos claros; y una hija del Rey Juan Carlos que según las encuestas de entonces era la persona más popular de su familia. Pero El Urdanga nos salió rana. Deslumbrado por la subcultura del pelotazo y por un entorno político nada edificante, convencido de que por haber emparentado con una princesa gozaba de carta blanca, se montó un chiringuito con su profe Iñaki Torres, el celebérrimo Instituto Nóos, y se lanzaron a guindar dinero público a cargo de quiméricas prestaciones.
Las andanzas de El Urdanga no fueron ninguna broma. En su momento crisparon el país, porque la izquierda, que siempre es republicana de corazón, las recibió como una munición providencial para desestabilizar a la monarquía. Allí empezaron los problemas del Rey Juan Carlos.
El Urdanga lo tuvo todo. Y todo lo destrozó por una falla moral que traía puesta de fábrica. Lo alzaprimaron a vicepresidente del COE. Grandes multinacionales españolas le regalaron una nómina de campanillas en puestos de simulación laboral, simplemente por ser vos quien sois. En su caída acabó arrastrando a su mujer al banquillo (había un juez veterano y provincial que buscaba su cuarto de hora de fama, y aunque ella no estaba en el lío, no paró hasta que la metió en la foto).
La infanta es la heroína de esta historia. O la panoli. Hay para gustos. Heroína para quienes admiren su extraordinaria lealtad a su marido, al que se ató a precio de perder su título, pasar por el banquillo, ver entrar en la cárcel al padre de sus cuatro hijos… Pánfila para quienes estimen que hizo gala de una ceguera galopante en nombre del amor romántico, sin tener en cuenta su estatus –la hija del Rey– y los problemas que iba a acarrear a la Corona al empecinarse en seguir junto a un bala que ya había acreditado su catadura moral.
El Urdanga todavía se reservaba un último pitorreo: la tocata y fuga con la compañera del bufete de Vitoria. En Palacio habrán sacado el champán al ver que sale definitivamente de escena. La monarquía se asienta sobre el buen ejemplo, la historia, el sentido del deber y una cabeza templada. Me temo que El Urdanga nunca dio el tipo. En aquella Zarzuela de los noventa falló la dirección de casting, que diría Peñafiel.