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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El chiste final: Podemos, el separatismo y Eurovisión

Curioso país: el presidente se niega a comparecer en el Congreso sobre Ucrania, pero la izquierda y el nacionalismo exigen debatir un festival de la canción

Actualizada 09:46

El Festival de Eurovisión es un veterano e intrascendente pasatiempo, que arrancó en 1956. España lo ha ganado dos veces: en 1968 con Massiel y al año siguiente con Salomé.

Massiel y su «La, la, la» llegaron al certamen de rebote. La canción, compuesta por el gran Dúo Dinámico, iba a ser defendida por Serrat. Pero se puso estupendo y dijo que o la cantaba en catalán o él no acudía. Los mandatarios de entonces, que no siempre metían la zueca como hoy nos quiere hacer creer la MEMO (la Memoria Obligatoria), le respondieron con buen criterio: mire, señor, si va a representar a España, cante en español y déjese de dar la coña… Pero el tonadillero de Poble Sec se empecinó en su provincianismo. Así que allá se fue finalmente Massiel con el «La, la, la» a cuestas. Con una sonrisa jovial, el gancho sesentero de la tonada y un vestido pop minifaldero, la artista madrileña puso al Royal Albert Hall de Londres a sus pies y de hecho ha vivido toda su vida de aquella velada.

Desde los días de Massiel, el Festival de Eurovisión ha atravesado altibajos. Pero en los últimos años ha renacido el interés. Y es que curiosamente, su pasarela de emociones de plástico y su galería de frikis han convertido al certamen en pasatiempo favorito de la comunidad arcoíris europea (lo cual no deja de denotar la decadencia de nuestro continente). 

Pero no nos pongamos trascendentes. Eurovisión es solo un divertimento. Quedan lejos los días en que parecía que estaba en juego la honra nacional. Por eso en los últimos años nos han representado todo tipo de esperpentos, desde la broma kitsch del Chikilicuatre hasta un pájaro que casi se carga la bóveda del escenario con uno de sus gallos. Con semejantes especímenes, España suele conquistar los últimos puestos, mientras locutores patrioteros proclaman en TVE que nuestro representante «ha volado muy alto» y «ha cantado como nunca antes». Da igual. Todo esto no es nada serio. Se trata de reírse un poco, disfrutar de alguna canción decente, y a otra cosa.

Sin embargo, nunca debemos subestimar la capacidad de enredar de nuestra izquierda populista (y populachera). Vivimos en un curioso país. El presidente del Gobierno, Mi Persona, que levita sobre los mortales, se niega a comparecer en el Parlamento para explicar la crisis de Ucrania, como ya han hecho sus pares europeos. Pero el podemismo y el nacionalismo gallego pretenden que el Congreso debata con urgencia la final del Festival de Benidorm, donde se elegía a la representante para Eurovisión y donde al parecer ha ocurrido un gran escándalo políticamente incorrecto. El «progresismo» arde de ira justiciera: una guapa que meneaba la cacha con una canción frivolona en «spanglish» ha derrotado a tres folclóricas nacionalistas que defendían las otras lenguas «del Estado plurinacional» cantando en gallego para «todas, todos e todes» y a una intérprete catalana que competía bajo una teta de goma con una tonada calificada por Irene Montero de «hermoso lema feminista». Ofensa inadmisible. El Parlamento, al que Sánchez desprecia olímpicamente, debe investigar de inmediato si el jurado estaba corrompido. Por su parte los sindicatos, que se conoce que no tienen nada mejor que hacer en un país con el 30% de sus jóvenes en paro, piden muy enojados que se anule la decisión que dio la victoria a la tal Chanel, que flipa con la que le ha caído encima por ganar el bolo.

¿Qué indica todo este desbarre? Pues que tenemos una extrema izquierda, incrustada en el Gobierno por cortesía de Sánchez, que sabedora de que su incapacidad galopante para abordar los problemas reales de las personas se dedica al catecismo ideológico con lo primero que le caiga a mano. Es una manera de camuflar su inanidad, como los chuletones de Tito Garzón, las cumbres de pandi de chicas de Yolanda o las obsesiones sexuales de la ministra Montero y su corte de asesoras LGTB.

Empiezo a pensar que al final lo de Chikilicuatre fue un gran acierto simbólico. Resultó una metáfora perfecta de lo que sería el paso por el Gobierno de Iglesias Turrión y de cómo acabaría la «Nueva Política».

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