Una tesis que no gustará a (casi) nadie
Es muy difícil construir sociedades armónicas y prósperas odiando al adversario y partiendo de que se equivoca en todo
Este escrito no concitará demasiadas simpatías, porque la moderación no vende un peine. Calan con más facilidad las certezas absolutas, el sentimentalismo identitario, el despelleje total del adversario y el desprecio a la aplicación de la razón y el estudio profundo de los problemas (véase el creciente vilipendio a «los expertos»). Pero a pesar de ello, tal vez valga la pena romper una lanza por un mayor entendimiento y respeto mutuo en el corazón de las sociedades occidentales. Mi teoría es sencilla. En Occidente estamos viviendo un malestar económico largo y crónico, similar al que sacudió al mundo en los años treinta del siglo XX. Sin llegar a las ideologías totalitarias y ultraviolentas de entonces, se está reproduciendo una epidemia de intransigencia. Parte del público se refugia en doctrinas políticas monolíticas, que aseguran encarnar la auténtica voluntad de «la gente», de la que se proclaman únicos representantes legítimos. Se condena la democracia liberal como un perfecto fracaso. Incluso vuelve a considerarse que los hombres fuertes, los líderes autoritarios, pueden resultar un modelo más resolutivo que el enjambre del partidismo y sus urgencias electorales (aunque la arremetida de Putin está llevando a reconsiderar esas posturas).
Cuando las personas empezamos a vivir peor nos enojamos, y con razón. Una de las válvulas de escape de esa irritación es abrazar el nacionalismo y las ideologías fuertes. Populismos de izquierdas, derechas y nacionalistas ofrecen soluciones contundentes y sencillas, que además pretenden encarnar el sentir de todo el pueblo frente a un enemigo exterior (usualmente unas élites a las que se tacha de corruptas, decadentes y globalistas). Si la economía no carbura, cabreo general a la vista. Siempre ha ocurrido así. Suele pasarse por alto que en los prolegómenos de la I Guerra Mundial hubo dos sopapos económicos muy serios. En el llamado «Pánico de 1907», la bolsa de Nueva York perdió la mitad de su valor. Se registró una aguda crisis financiera, con coletazos en otros países, y una recesión al año siguiente, en 1908. En el propio verano del comienzo de la Gran Guerra, en 1914, se produjo un nuevo pinchazo financiero muy severo, poco recordado por coincidir con los primeros disparos. Buena parte de las bolsas del mundo se vieron forzadas a cerrar (la de Londres durante cinco meses y la de Nueva York, cuatro). Algunos estudiosos sostienen que la I Guerra Mundial tuvo como espoleta aquel sordo malestar económico, amén de las cuitas nacionalistas de unos imperios europeos ya decadentes.
En los años treinta llega el gran ascenso de las ideologías totalitarias, con dos de ellas convertidas en maquinarias criminales a gran escala: el comunismo y el nazismo. De nuevo esa erupción de intransigencia ideológica coincide con un terremoto económico: el Crac del 29, que provoca la Gran Depresión de 1930-32. Ese destrozo, unido al creciente enfado de Alemania por las injustas reparaciones que se le impusieron en Versalles, será el combustible de la II Guerra Mundial, el mayor horror que ha conocido el mundo hasta ahora (si se repitiese otra similar, esta vez podríamos extinguirnos como especie).
La II Guerra Mundial arrasó parte del planeta. Hubo que iniciar una ingente obra de reconstrucción, que movilizó colosales recursos. En cierto modo se produjo ese fenómeno que el economista austríaco Joseph Alois Schumpeter denominaba «destrucción creativa». Ese dinamismo fabril, impulsado por el apremio de salir del hoyo, se tradujo en un nuevo optimismo y en una llamativa mejora del nivel de vida en Occidente durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX. Los baby boomers fuimos unos auténticos suertudos.
Pero en 2008 llega un nuevo varapalo económico, el que arrancó con la llamada «Crisis Subprime». Aunque en teoría hemos remontado, no está claro que sea así en la vida real. A pie de calle impera un amargor crónico y difuso, una sensación de que nada ha vuelto a ser igual que antes. En Occidente el nivel de vida se ha estancado, en parte porque nos ha tocado vivir en la época de la explosión de Asia y el letargo europeo. En 1978, China suponía menos del 1 % del comercio mundial. En 2013 pasó a liderarlo, con un cuarto del total. Desde 1970 la renta per capita de los asiáticos se ha multiplicado por cinco. En cambio la de los occidentales permanece prácticamente estancada, si se mide en valores constantes. En España, el Gobierno de Rajoy nos sacó de la recesión imponiendo lo que de facto fue una devaluación general, que recortó los salarios de una clase media cada vez más acogotada y golpeada (incluso en sus valores morales).
Hay motivos para sentirse mal. Muchos padres son conscientes de que sus hijos vivirán peor que ellos. Los puestos de trabajo hace tiempo que han dejado de ser vitalicios (empresas con beneficios millonarios expulsan de manera recurrente a empleados perfectamente válidos solo por razón de edad). La nueva economía digital fomenta la desigualdad: una cúpula se hace de oro, pero se crea poco empleo de rango medio. La democracia representativa ha perdido fuste, con corrupción, mentiras crecientes y líderes de goma que anteponen la calculadora electoral al interés público y las razones de Estado. La izquierda está a la deriva. Ha dejado de atender a las clases anchas de la sociedad para priorizar victimismos minoritarios y extrañas obsesiones genitales. Las redes sociales y la mensajería instantánea provocan un auge de la intransigencia, con ratificación de prejuicios en grupos cerrados, amén de una ola de insultos y difamaciones que salen gratis. Los colosos de internet se fuman a los fiscos nacionales, que sin embargo no pasan una a las clases medias con una nómina. La globalización deja atrás a los menos cualificados, o a los que simplemente quieren seguir viviendo en su ciudad o pueblo de siempre. Los amos del universo se olvidan de las personas. Nuestros problemas cotidianos no existen en la agenda de los gurús jactanciosos de Davos.
Ante todo ese revolcón surge un comprensible malestar, muy hondo. ¿Pero está la solución en entregarse a ideologías maniqueas de garrote dialéctico en mano, certidumbre absoluta y odio al adversario? ¿De verdad son Putin, Xi y Erdogan modelos mejores que las tan denostadas democracias liberales donde, como decía Churchill, «si alguien llama a tu puerta a las seis de la mañana sabes que es el lechero»? ¿No conservan ya ningún valor nuestros sistemas de seguridad jurídica y libertad? ¿Tenemos que renegar de los pilares de lo que somos, los valores cristianos, el derecho romano, la filosofía griega y las libertades liberales?
La próxima revolución debería ser la de la Gran Moderación. En España sufrimos a una clase política que se odia, donde ha desparecido hasta el sentido del humor de la vida pública, donde se están dinamitando todos los puentes de encuentro, donde se politiza hasta la televisión rosa más tontolaba, donde a los presentadores «progresistas» se les pone cara de cólico nefrítico cuando ganan las elecciones los del otro lado. Hace falta como el comer un poco de templanza en todas las orillas. Conceder que tal vez el adversario, de uno y otro bando, no está siempre equivocado, ni es por definición una mala persona.